No son fáciles de pronosticar y no siempre son tan refrescantes como nos gustaría. Tienen su punto romántico y en el fondo tienen las mismas características que cualquier otra tormenta, pero su frecuencia y formación sí varía respecto a las tormentas invernales. Las tormentas de verano se producen debido a las altas temperaturas, que calientan el sol, el aire y el ambiente. El aire caliente, que es menos denso, se eleva y choca con una masa de aire frío que hace que se condense en gotas rápidamente, por el vapor de agua presente en la masa de aire. El contraste entre ambas capas provoca tormentas de una hora aproximadamente, de mucha intensidad.

Dentro de la nube tormentosa existe agua, cristales de hielo y granizo blando, elementos que colisionan al ascender y descender, lo que genera corrientes ascendentes y descendentes. Estas corrientes arrastran las gotitas de agua que hay en la parte inferior hacia la superior de modo que a grandes alturas comienzan a congelarse. Cuando vuelven a bajar arrastran las gotitas de agua, que vuelven a ascender congelándose, formando así la piedra de granizo tan típica de las tormentas de verano.

Por otro lado, por encima de los 5.000 metros de altura, las partículas de granizo chocan con cristales de hielo y adquieren carga positiva, y estos últimos carga negativa. Por debajo de esa altura, ocurre lo contrario. De esta forma, los cristales de hielo más ligeros que el granizo son arrastrados y forman una región de carga positiva entre los 8 y 10 kilómetros, de altura mientras que a unos 5 kilómetros de altura se acumula la carga negativa. Así, hay un polo positivo en la cima y uno negativo en la parte inferior.

Se produce una diferencia de potencial eléctrico dentro y fuera de la nube, donde pueden producirse rayos que caracterizan las tormentas de verano. La tierra se carga positivamente y se produce esa descarga eléctrica: el rayo.