Este 2019 se cumple una década del debut de Duncan Jones con su primer largometraje, Moon, que estrenó ya de vuelta de una consolidada trayectoria a la dirección de videoclips y publicidad.
El hijo de David Bowie (el Duque Blanco se apellidaba Jones, pero se cambió el nombre para que no lo confundieran con el vocalista de los Monkies) se marcaba una cinta algo extemporánea para su época, del corte de un título ochentero de ciencia ficción de serie B, en los que las crisis de identidad de los personajes preocupaban más que los efectos especiales. La decisión era artística, aunque probablemente intervino también en la dimensión de la producción su bajo presupuesto, que rondó los siete millones de dólares. Jones exhibió sus cinefilias, en especial su fascinación por 2001: Una odisea en el espacio (aunque, bien pensado, este tótem ha pasado a ser el patrón con el que medimos el género) o Blade Runner (ídem). El ladrón de orquídeas, de Spike Jonze, o Inseparables, de David Cronenberg, también parecían influencias obvias.
En contra de lo que se puede prejuzgar, Jones no nos subió a la luna por influencia del Major Tom de su padre. Es más, el espacio es, aquí, lo de menos. El viaje que importa no es estratosférico sino interior. Y es que mucho antes de coger la claqueta, Jones no sabía nada del ‘qué’ de la cinta, sólo del ‘quién’: aun sin argumento en la cabeza, tenía claro que quería a Sam Rockwell como protagonista. Y el hoy oscarizado actor por Tres anuncios a las afueras no solo se subió a este carro que le dio su primer gran éxito (su interpretación constituye el principal valor de la película), sino que participó activamente en el guion del filme. Charlando con Jones en Nueva York, ambos hallaron un punto de conexión que había marcado sus maneras de enfrentarse al mundo: eran hijos únicos. Y tirando de ese hilo, fraguaron una película que explora las consecuencias del aislamiento de una persona, y del desarrollo del efecto dopplenger. Que se pregunta cómo nos comportaríamos si nos conociéramos a nosotros mismos, además de por el concepto de hogar y el paso del tiempo, al evidenciarnos las diferencias de carácter y ánimo al principio y al final de nuestras vidas. Una ristra de cuestiones que Jones, que había estudiado Filosofía en la universidad, conecta con la caverna de Platón. Siendo estudiante, se interesó además por el debate entre tecnología y ética que se plantea en esta película, que también critica el poder de las corporaciones y la responsabilidad del hombre en la inteligencia artificial, asunto que encarna un ordenador al que, a lo Hal 9000, le puso la voz Kevin Spacey.
La singularidad de Moon pasa también por su ritmo pausado, su narración llena de pistas y su escenografía minimalista, blanquecina, construida con maquetas y platós, y que estuvo en manos de Hideki Arichi, también al frente de la Dirección de Arte de Star Wars, Episodio III: La venganza de los Sith (George Lucas, 2005), Troya (Wolfgang Petersen, 2004) y Batman begins (Christopher Nolan, 2005). La cinta acaparó los premios más importantes en el Festival de Sitges, en Sundance, en Edimubrgo. Pero la carrera de Jones no ha vuelto a tener después ningún éxito del tal calibre. Ni siquiera en su trabajo más reciente, Mute, plagado de conexiones con este primero.