Hoy las rondas de Barcelona han amanecido amarillas y encapotadas por unas nubes grises que, lejos de ser temibles, eran asfixiantes. La luz amarilla tiene un toque antinatural y premonitorio, como la antesala de un día marcado por la tragedia o como Molière en sus últimos minutos. Parece que el escenario dels mundo se ha indundado de supertición. Pero el miedo al día azufrado no es pura superstición, tan solo un poco de instinto.

El paisaje desde el tren

En el tren desde donde miro el cielo adquirir tímidamente sus colores habituales - esos grises azulados tan de diciembre -, hay un hombre de mediana edad que parece notar hoy el cielo nos está queriendo decir algo. Espero a que se levante y grite a todo el vagón que hay algo que no está funcionado y el cielo lo sabe. Pero simplemente se limita a sacarse el móvil del bolsillo de la chaqueta y hace una foto. Se recoloca en su asiento, sin intención de levantarse a gritar; sin ningún atisbo de conflicto moral sobre las posibilidades del mensaje amarillo.

Las consecuencias sobre Barcelona

Cuando llego a la oficina, el cielo es otro. No queda nada de luz amarilla. Se cierne sobre Barcelona centro el gris que singulariza las grandes ciudades. Desde la catorceava planta de un edificio del Poblenou, Montjuïc no se ve. Intento forzar la vista pero no hay manera. Días atrás, sus cúpulas siempre se definian perfectamente en el skyneline barcelonés. Pero hoy no, hoy hay una cortina gris densa. Tremendamente sucia. Todos los coches han respirado a la vez y nadie recuerda cuándo fue la última vez que llovió. Desde el Ajuntament, proponen restricciones de tráfico. La gente se queja. La gente no entiende los motivos. La gente, esa masa uniforme que somos todos, no cree en el cambio climático, en la contaminación, en las emisiones de C02. La gente admira las mañanas amarillas. Y todos, todos, pagamos las consecuencias.   Imagen de CC de Pixabay