El pasado viernes uno de febrero, las aplicaciones Uber y Cabify cesaron su actividad en la ciudad de Barcelona, respondiendo de esta manera al decreto que aprobó la Generalitat para aplacar el descontento de los taxistas de la ciudad. La salida de las dos compañías deja en el aire la capacidad de continuar la actividad de las empresas de vehículos de turismo con conductor (VTC), y con ello, pone en riesgo alrededor de 3000 empleos en la ciudad. De materializarse el cese de actividad de estas firmas, el impacto, en términos de empleos, será de cuatro veces los empleos de Alcoa, tres veces el ERE declarado por Cocacola en 2013 en Madrid, y casi el doble de las personas afectadas por el histórico caso de Sintel. Pero muy pocas personas saldrán a apoyar su lucha por mantener su trabajo. Es poco probable que veamos a la administración, presionada por los sindicatos, negociar las condiciones para que las dos plataformas digitales “no se cierren” en Barcelona. Estos conductores, que no despertarán la simpatía de la ciudadanía, son las principales víctimas de la nueva regulación. ¿Es esta situación justa? ¿Es el sacrificio de los empleos de los conductores VTC, a los que se les dificulta su trabajo, un coste necesario para mantener el interés general? En absoluto.

Para examinar este aspecto, lo primero que deberíamos preguntarnos es por qué el servicio del transporte urbano de pasajeros es un sector regulado: los motivos son múltiples, pero quizá el más relevante es la protección del consumidor. Cuando vemos un taxi oficial, sabemos que nos van a cobrar un precio justo, y no arbitrario, a través de un sistema transparente de tarifas, sabemos que no vamos a terminar en una dirección no deseada, y sabemos que nos encontramos seguros dentro del mismo, motivos todos ellos que damos por supuestos en los países desarrollados pero que no lo son tanto en otros muchos lugares del planeta, donde montarse en un taxi puede ser una verdadera aventura o incluso un riesgo. En un contexto de ausencia de regulación, la asimetría de información es tal que el servicio se convierte una provisión ineficiente del servicio

La regulación del taxi tiene por lo tanto el objetivo de ofrecer un servicio público -transporte regulado- efectuado por operadores privados. Los operadores privados se comprometen a mantener un control sobre el servicio que se ofrece -precios, trazabilidad- a cambio de un sistema de tarifas fijo y transparente y una modulación de la oferta que permite una renta justa para el operador privado.

Normalmente, los motivos para la regulación pública de una actividad económica tienen motivos de eficiencia, por los que se corrigen fallos de mercado, o de equidad, por los que se corrigen efectos distributivos perversos. Pero pasado el tiempo, en muchas ocasiones la regulación puede convertirse en un fin en sí mismo: se regula un sector por el mero hecho de mantener la regulación que lo hace posible. En otras palabras: puede ocurrir que la regulación de un sector genere un modus vivendi que ya no se justifica por las razones que lo hicieron nacer. Desde ese momento, la regulación deja de tener un sentido social y se convierte en un sistema generador de rentas.

La tecnología digital está convirtiendo muchas de las regulaciones existentes en obsoletas. La trazabilidad de las aplicaciones para alquilar servicios VTC o taxis ofrece la suficiente información como para aligerar en gran medida la regulación del sector y permitir una mayor competencia. El descenso de los costes y la red energética distribuida permiten hacer factible el autoconsumo energético, para disgusto de las eléctricas. Y las aplicaciones blockchain y los smartcontracts pueden terminar con la función social de notarios y registradores de la propiedad. Son sólo algunos ejemplos. Y llegarán otros.

El proceso de transformación digital está afectando al conjunto de la economía, pero su impacto en los sectores regulados en particularmente relevante, porque mientras que el sector de los libreros, cuya regulación es muy laxa, tiene poca capacidad de hacer lobby para frenar el impacto de Amazon, los sectores regulados suelen estar muy organizados y tener una fuerte capacidad de negociación. La digitalización de sectores que a fecha de hoy no necesitan de una regulación especial podrían suponer un incremento de la competencia y por consiguiente una mayor eficiencia y beneficio del consumidor y de la sociedad en general, pero normalmente estos beneficios se diluyen en el conjunto de la economía (cada consumidor gana un poco), mientras que las pérdidas que genera se concentra en un número concentrado y limitado de operadores (cada taxista, notario o registrador de la propiedad pierde mucho). Lo mismo se podría decir con otras muchas intervenciones en el mercado, como el mantenimiento de las minas de carbón o los aranceles a productos agrícolas. 

Siendo imprescindible en muchos aspectos, la regulación debería tener motivos claros y siempre sujetos a revisión: el gobierno debe intervenir en un sector para proteger los derechos sociales, las regulaciones ambientales, la capacidad de elección el consumidor o la integridad de mercado. Mantener sectores que sólo existen debido a una regulación obsoleta supone una transferencia neta de rentas desde unos sectores a otros. Como si nos pusieran un pequeño impuesto, a cada uno de nosotros, para sostener a un sector que gana más de lo que lo haría en un régimen de libre competencia. Así que los trabajadores de los sectores no regulados deben afrontar los retos de su propia transformación digital al tiempo que pagan un sobreprecio por los sectores que, por su capacidad de lobby y su organización, mantienen, gracias a la regulación, una protección que ya no está justificada. En términos de equidad, esto es más que discutible.

Esto no significa que la decisión de eliminar las protecciones obsoletas se pueda llevar a cabo sin tener en cuenta la situación de los sectores regulados. Quien ha estudiado años para aprobar oposiciones a la notaría puede ver con malos ojos que su negocio se acabe porque los contractos basados en blockchain generan una seguridad jurídica automática. Quien ha empeñado sus próximos 20 años para comprar una licencia de taxi estará siempre en contra de que se evapore su valor. La actualización de las regulaciones debe siempre tener en cuenta la integridad del mercado y no sustituir un monopolio público por un monopolio privado. En procesos de transformación como los que estamos señalando, donde las ganancias de todos superan las pérdidas de unos cuantos, lo justo sería que los ganadores compensaran a los perdedores. Dado que las ganancias son generales, la compensación debería realizarse a través de los impuestos y transferencias. Una posición responsable debería facilitar esta transición de manera justa, pero efectiva. Atrincherarse en regulaciones obsoletas y apoyar acríticamente la resistencia de los sectores implicados hace un flaco favor a la causa de la equidad y la eficiencia, y por lo tanto, al interés general.

Había otras posibilidades para mantener la integridad de mercado de una manera justa. Una podría ser elevar los estándares sociales y laborales de los conductores de VTC. Otra flexibilizar los precios de los taxis para permitirlos competir, estableciendo precios máximos por trayecto, en vez de precios fijos. Las opciones eran muchas. Se está optando por alargar la agonía de un sector que en pocos años será completamente obsoleto. El coste de esta decisión lo pagaremos entre todos, pero los primeros que lo harán serán los tres mil trabajadores que ven, en estos momentos, su trabajo en riesgo.