Una de las singularidades de los modernos Estados del siglo XXI es su impotencia para dar cumplida respuesta a demandas de los ciudadanos que además de urgentes son justas. El escándalo de los paraísos fiscales o los alquileres por las nubes y los sueldos por los suelos que tan dramáticamente limitan las opciones de la juventud para aspirar a una vida buena, son ejemplos ante los que el Estado se ve impotente para dar no ya una respuesta urgente, sino siquiera una respuesta.

El sofisticado capitalismo de hoy en día es más listo, más rápido, más vigoroso y, por supuesto, infinitamente más desalmado que los políticos a quienes continuamente acusamos de desalmados y a quienes en teoría hemos encomendado la regulación y vigilancia de aquél para prevenir los riesgos derivados de una codicia que opera más como regla que como excepción. Al haberse vuelto demasiado eficiente, el sistema económico ha vuelto demasiado ineficiente el sistema político. 

Sueldos, facturas, alquileres

Como los alquileres en las grandes ciudades o los sueldos de los jóvenes universitarios y por supuesto no universitarios, el precio de la luz vendría a ser otro de esos ámbitos donde se manifiesta la impotencia de cualquier Gobierno, una impotencia especialmente visible y lacerante porque quienes hoy lo dirigen zahirieron sin piedad a sus antecesores por no haber sido capaces de reformar las reglas de juego que tampoco ellos consiguen modificar en favor de los ciudadanos.

Obsérvese, por cierto, cuán cucos son los grandes accionistas y ejecutivos de la banca, las eléctricas o las tecnológicas: rarísima vez dan la cara. Jamás una rueda de prensa, jamás una entrevista periodística de verdad: solo hablan a través de las campañas de publicidad con que alimentan la apurada cuenta de resultados de unos medios que tienden a desviar la mirada porque una parte significativa de sus ingresos depende de esas compañías. 

Cuando la vicepresidenta de Transición Ecológica, Teresa Rivera, afeaba ayer a las eléctricas no tener “ninguna empatía social”, recordaba mucho a aquel Miguel Gila que, contratado por Scotland Yard pese a ser contrario a toda violencia, logró detener a Jack el Destripador a base de indirectas: cuando se encontraba con el criminal en el pasillo o en el ascensor, el detective Gila se limitaba a decir con intención: “alguien a matado a alguien…”, “no me gusta señalar…”, “por aquí hay un asesino…”, de modo que el pobre Jack “se ponía colorado colorado y a los quince día ya no aguantaba la presión y lo confesaba todo”.

Alguien ha robado a alguien...

También recordaba a Gila la Comisión Nacional de Mercados y Competencia (CNMV) cuando la semana pasada denunciaba que algunas eléctricas habían cobrado en la factura de la luz hasta un 30 por ciento más de lo debido con la nueva tarifa por horas. La CNMV no daba nombres, se limitaba a decir: “alguien ha robado a alguien…”, tal vez confiando en que los ladrones se pongan colorados colorados y, al no poder soportar la vergüenza, en cosa de quince días confiesen su delito.

Lo lógico es que la noticia hubiera sido un escándalo nacional y que los grandes medios y los partidos de la oposición se hubieran apresurado a exigir conocer los nombres de los acusados, el volumen de lo sisado o el importe de las multas a que los expone su conducta fraudulenta. Pero nada de eso ha sucedido.

Otro ejemplo. En los años 2009, 2011 y 2012 la entonces denominada Comisión Nacional de la Competencia (CNC) emitió sendos informes que evidenciaban que no existía verdadera competencia en el mercado de carburantes de automoción.

Lo que algunos preferían llamar robo, atraco o fraude, la CNC lo llamaba elegantemente asimetrías. Alguien podría considerar que el verbo robar parece excesivo para casos como estos. Y en efecto: lo parece.

Precisamente ahí está el truco: en que es robar pero no parece robar. Unos euritos en la factura de la luz por aquí, unos centimillos al poner gasolina por allá… al fin y al cabo, es tan poquito en cada caso que la gente casi ni se da cuenta, y si se la da no suele tener tiempo ni ganas de ponerse a desenmascarar a los ladrones.

Efecto bala, efecto pluma

Así decía textualmente uno de aquellos informes: “Las asimetrías suponen que cuando se produce un incremento en los precios internacionales, los precios minoristas nacionales reaccionan más rápidamente que cuando los precios internacionales disminuyen. Esta asimetría tiene efectos perjudiciales para los consumidores finales, puesto que no se benefician rápidamente de las bajadas de los precios internacionales y sí sufren con mayor rapidez las subidas de los precios internacionales”. Los precios subían como balas pero bajaban como plumas.

Ha transcurrido más de una década desde entonces, pero los consumidores no tenemos ni remotamente la sensación de que aquello que denunciaba Competencia entonces no siga ocurriendo hoy. Los organismos encargados de fiscalizar el juego limpio vigilan (aunque poco y mal) a los jugadores, pero no los castigan: jamás tarjeta amarilla y mucho menos roja, si acaso una multita, una amonestación, un reproche a su falta de empatía, un impreciso e indulgente “alguien ha matado a alguien…”. 

Cualquiera diría que la antigua Comisión Nacional de la Competencia o la actual Comisión Nacional de Mercados y Competencia son un chiste, concretamente un chiste de Gila: es decir, un chiste de los buenos. ¿Acaso Gobierno, oposición y prensa lo son también?