El pasado día 7 de Marzo, el Banco Central Europeo mantuvo su reunión del Consejo de Gobierno, órgano máximo de la institución, dedicado a examinar la posición y perspectivas de la economía de la eurozona y a tomar decisiones sobre la política monetaria del Banco. Tras el fin, el pasado mes de diciembre, de su política de expansión cuantitativa y las primeras previsiones del trimestre, que apuntan a una seria desaceleración durante 2019, con visos de cierta recuperación en el segundo semestre, la posición del Banco Central Europeo era clave para lanzar al mercado la señal correcta: si el banco anticipaba la subida de tipos, o la mantenía, tal y como estaba inicialmente prevista, en 2019, significaba que la economía europea tenían perspectivas de hacer crecer los precios y el producto interior bruto. Si la decisión se retrasaba hasta 2020, significaba que las cosas no iban según lo previsto.

Y así ha sido. El BCE ha anunciado que mantendrá sus actuales tipos de interés durante al menos casi todo 2019, y ha anunciado, para el segundo semestre del año, una nueva ronda de liquidez a través de las Operaciones de refinanciación de largo plazo, lo LTRO, que se pusieron en marcha a lo largo de lo peor de la crisis. Las LTRO consisten en un programa de liquidez ofrecido a los bancos, los cuales pueden, con el dinero, comprar bonos del tesoro público, ofrecer nuevos préstamos al sector privado o invertirlo en activos financieros. Al contrario que el QE, el dinero obtenido a través de los LTRO debe ser devuelto en el plazo estimado, mientras que el QE era una compra irrevocable de los activos.

El resultado de esta política es sencillamente que existe más liquidez en el mercado y, en teoría, esto debería animar más a la inversión y al endeudamiento privado -y público- al bajar el coste de la deuda. En otras palabras: el Banco Central Europeo le dice al mercado que, al menos durante este año, seguiremos viviendo sin que tiren mucho de la cuerda de la política monetaria.

Mientras tanto, el QE ha terminado su fase de compra y se ha adentrado en su fase de reinversión, esto es, el BCE mantendrá en su balance, por tiempo indefinido, los títulos que compró, y los sustituirá por otros en la medida en que estos vayan alcanzando su madurez. Si un bono comprado por el BCE llega a su fin, el BCE le sustituirá por otro igual. El impacto sobre los precios de los bonos debería ser, por tanto, muy menor.

El problema de esta política monetaria ultra acomodaticia es que sus resultados son menores cuanto menores son los tipos de interés. No es lo mismo bajar el tipo de interés del 5% al 4%, que hacerlo del 1% al 0%. Y ahora el tipo de interés del Banco Central Europeo oscila entre el 0,25% si un banco le pide prestado, y un -0,40% si un banco quiere establecer un depósito. En otras palabras, los tipos esta no ya por lo suelos, sino por debajo del suelo, desde el año 2016. Por lo que no podemos esperar del BCE un estímulo demasiado grande para las economías de la eurozona, sino más bien -que no es poco- que no empeoren la situación subiendo tipos a destiempo.

En un reciente libro publicado, el economista español Angel Ubide señala que en tiempos extraordinarios como los que estamos viviendo, las autoridades monetarias deben asumir un mayor nivel de riesgo, y una política conservadora significa, en realidad, el mayor de los riesgos posibles. Esa es precisamente la “paradoja del riesgo”, que explica su obra.

Mario Draghi conoce bien esta paradoja y no ha dejado de jugar con ella desde su llegada al BCE. El papel central de la institución en la gestión de la crisis, y su arriesgada política monetaria, ha permitido moderar los efectos de una crisis autoinflingida, en buena medida, por una política fiscal que se pretendía procíclica en un momento de fuerte descenso del PIB. Este año, en octubre, tendrá lugar su sustitución por otro liderazgo. Los nombres que aparecen en el escenario no auguran nada bueno, pues es un puesto ansiado por halcones como el alemán Weidmann (uno de los principales críticos de la política de Draghi), el finlandés Rehn (el autor de las tropelías de política fiscal de la primera parte de la crisis del euro) o centristas como el francés Villeroy de Galhau, a medio camino entre ambos.

Las consecuencias que puede tener para la eurozona la entrada de un halcón en la institución pueden ser nefastas. Si la economía europea no remonta el vuelo en 2020, y la política monetaria se endurece a destiempo, las posibilidades de que nos precipitemos en una nueva crisis económica serían más reales que nunca. Hasta la Reserva Federal de Estados Unidos ha preferido soltar el acelerador de sus subidas de tipos, proponiendo para 2019 sólo dos de las tres subidas previstas, en una economía que crece más que la eurozona y que está prácticamente en pleno empleo.

Mientras esto ocurre, España debería ganar peso en las instituciones europeas, y en la toma de decisión de los líderes en materia económica. Para ello, la mejor manera es dejar de trampear con nuestras cuentas y ofrecer un programa económico creíble en un marco fiscal consistente. El informe del semestre europeo para España, presentado el pasado día 27 de febrero, ofrece las líneas fundamentales que se deberían seguir. Y en Abril, España debería presentar su programa de Estabilidad y el Programa Nacional de Reformas 2019-2021, la auténtica oportunidad de presentar un programa sólido, serio, solvente y convincente de la política económica que necesitamos.

Será difícil sustituir a Draghi. Gracias a su política monetaria, la eurozona no terminó derrumbándose o rompiéndose. Aunque suene a juego de palabras, le debemos mucho a él, y al Banco Central Europeo.