Con el suspense habitual, el pasado 13 de diciembre terminó la 28ª Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas contra el Cambio Climático, un encuentro anual que reúne a representantes de las partes, empresas, lobbies, organizaciones ambientales, expertos y organismos intergubernamentales en un espacio en el que se revisan los resultados de la lucha contra el cambio climático, se proponen nuevas líneas de actuación, y se abren debates nuevos sobre los futuros pasos a dar. La conferencia es a la vez una gran sesión con multitud de eventos paralelos, stands, zonas de negociación cerradas a la mayoría de los delegados, y un plenario oficial que es donde se dan por buenas las condiciones pactadas en los interminables procesos de negociación. En este caso, la cumbre amenazaba fracaso, algo que no habría sorprendido, pues salvando algunas de ellas, la mayoría han dado pocos pasos efectivos en la descarbonización del planeta y en la mitigación del cambio climático.

Sin embargo, la COP 28 será recordada como la primera cumbre en la que los países miembros, que deben acordar las conclusiones por consenso, han aceptado que se nombre explicitamente la necesidad de abandonar los derivados del petróleo para luchar contra el cambio climático. Han tenido que pasar 28 años para que las COP asuman una política que estaba determinada por la ciencia desde el minuto uno de la toma de conciencia sobre el cambio climático. Así, es un verdadero logro, arrancado casi en el último minuto, que la declaración de conclusiones de la cumbre recoja explicitamente la conveniencia de "la transición para abandonar los combustibles fósiles en los sistemas energéticos, de manera justa, ordenada y equitativa, acelerando la acción en esta década crítica, a fin de lograr el cero neto para 2050". Se trata sin duda de un paso histórico, tomado además en una COP donde la presidencia correspondía a uno de los principales países productores y exportadores de petróleo, y tras haber acordado, también, que la próxima cumbre será en otro país exportador, Azerbayán.

Es una gran noticia que, por fin, se haya reconocido lo obvio, que es que sólo dejando de lado los combustibles fósiles podremos tener alguna oportunidad de alcanzar los objetivos de París, que fijan un crecimiento de las temperaturas de alrededor de 1,5 grados respecto de los niveles preindustriales, algo que, a fecha de hoy, está todavía muy lejos de ocurrir. Así, de acuerdo con las conclusiones de la COP, el planeta podría dejar de lado las trayectorias más catastróficas que situaban el aumento de la temperatura entre 4 y 6 grados, para situarse, de cumplirse todos los compromisos internacionales, en un rango de entre 2,1 y 2,8 grados. Este rango sigue siendo muy alto: los efectos de un crecimiento de las temperaturas cercano a los 3 grados tendría enormes costes sociales, económicos y ambientales, sin conocer todavía los efectos indirectos y los procesos de retroalimentación, pero desde luego no sería el escenario apocalíptico que sugería un cambio climático descontrolado.

El reto está, por supuesto, en cumplir, al menos estos objetivos, y seguir avanzando en el resto de compromisos, que incluyen, por ejemplo, triplicar la capacidad de energía renovable a nivel mundial, duplicar la tasa promedio anual de mejoras en eficiencia energética para 2030, evitar usar carbón para producir energía eléctrica, acelerar las transiciones hacia cero emisiones netas, acelerar tecnologías y reducir las emisiones en el transporte. Estas serían las principales líneas de actuación previstas en la cumbre. Existen otras que se pueden aplicar a nivel local o nacional, relacionadas con la descarbonización del transporte urbano, la reconsideración de los usos del territorio, la transición en el ámbito de la agricultura y la ganadería, o la revisión de muchos hábitos de consumo que añaden muy poco bienestar y sí muchas emisiones. El problema de estas medidas es que apuntan a un concurso no sólo de los gobiernos sino también de la sociedad civil, de manera que es absolutamente esencial que se pongan en marcha los mecanismos que eviten que los más vulnerables se vean afectados por la ingente transición que queda por hacer.

A ese respecto, la Cumbre ha seguido trabajando en el ámbito de la financiación, tanto de la mitigación como de la adaptación, y ha señalado las necesidades de garantizar una transición justa. Las necesidades de financiación son ingentes: en función de los cálculos, las necesidades estarían entre 2 y 3 billones de dólares anuales hasta el año 2050, con una buena parte de ellos dirigidos a los países del sur, una cifra que multiplica varias veces los objetivos de financiación climática comprometidos -pero no cumplidos- en el marco de Naciones Unidas, que se sitúan en 100.000 millones de dolares para los países en desarrollo. A estas cifras hay que añadir los costes de adaptación al cambio climático ya existente, que podrían situarse, según Naciones Unidas, entre 300.000 y 500.000 millones de dólares. Si estas cifras asustan, hay que prepararse para el coste de no hacerlo: Un estudio del University College de Londres apunta a que, en 2100, el PIB mundial podría caer hasta un 37% en un contexto de cambio climático descontrolado. Esto es, un impacto que es diez veces el impacto de la pandemia del COVID de 2020. El riesgo es real, la tendencia actual no va en línea de evitar todos los problemas y no se trata únicamente de alcanzar compromisos, sino de ejecutarlos.