Arranca el año 2024 con incertidumbres y algunas certezas. El episodio de inflación que se desató a finales de 2021, muy mediatizado por los cuellos de botella generados por el impulso de la salida de la pandemia, y acelerado por la guerra de Ucrania y la crisis de los precios energéticos, parece comenzar a remitir, aunque la inflación se mantendrá alta durante todo el año 2024, y, con ella, los tipos de interés, que mantendrán, previsiblemente los niveles actuales durante algún tiempo. Los temores de una recesión generalizada se han disipado pero el panorama no está totalmente despejado y es bastante posible que 2024 sea un año de bajos crecimientos económicos en prácticamente todas las regiones del mundo.

La actuación de los bancos centrales ha tenido que bascular entre el control de la inflación y el riesgo a provocar una crisis financiera en una economía global con un alto nivel de endeudamiento. Los datos apuntan a que asimilar la enorme bola de deuda que se ha generado en los últimos años, tanto pública como privada, llevará a mucha moderación en las inversiones y posiblemente en el empleo y el consumo. Se ha abierto el debate sobre la conveniencia de seguir hablando de estancamiento secular, un concepto que hizo fortuna hasta la pandemia, y más bien toca reforzar la visión de una economía con un alto grado de incertidumbre. La desglobalización no se hace realidad todavía, pero todo el mundo se prepara para ella, y al hacerlo, aceleran su irrupción, de manera que el comercio internacional, que ha seguido creciendo en los últimos años, parece decelerarse más allá de lo inicialmente previsto.

A nivel de gobernanza internacional, la fractura entre los países industrializados y el resto del mundo se hace cada vez más patente, con el incremento del peso de los BRICS tras la entrada de nuevos socios, y los últimos desencuentros en materias que requieren de cooperación económica internacional, como es el establecimiento de un nuevo marco de coordinación fiscal, que ha supuesto un voto dividido en Naciones Unidas entre los países de la OCDE, que apostaban por su propio marco en coordinación con el G20, y los países en desarrollo, que han aprobado el inicio de la redacción de una convención marco dentro de la ONU. No será el único desencuentro, pues la falta de entendimiento entre unos y otros se ha vuelto más patente tras las divergencias sobre cómo afrontar la guerra en Ucrania y la invasión de Gaza.

En Europa, la puesta en marcha de las nuevas reglas fiscales, todavía pendientes de aprobación definitiva, casará con unas elecciones europeas donde el bloque vertebrador del europeísmo, la alianza tácita de democristianos, sociademócratas y verdes, puede ceder poder frente al avance de las propuestas renacionalizadoras y euroescépticas. En este contexto deberá a comenzar a negociarse el nuevo paquete financiero de la Unión Europea, que regirá entre 2028 y 2034.

Con este escenario, la presión para hacer descansar en las economías nacionales las capacidades de respuesta en el futuro serán muy altas, particularmente en los ámbitos considerados críticos, como lo son las tecnologías, la energía y el acceso a las materias primas esenciales. La política industrial, que se ha renacionalizado tras años de búsqueda de cierta coordinación internacional, jugará un papel esencial en el ciclo que se abre.

Los vientos contrarios a la cooperación internacional no sólo se desarrollan en Europa. Las elecciones estadounidenses de 2024 definirán el futuro de Estados Unidos con un serio debate sobre su papel en el mundo, los principios sobre los que se basa la democracia norteamericana, y su influencia -positiva o perniciosa- en el resto del planeta.

Con este escenario, el mundo debe además avanzar en la reducción de emisiones y en los Objetivos de Desarrollo Sostenible. La agenda de transformación, que emergió con fuerza tras la crisis de la COVID-19, ha perdido impulso a partir de la guerra de Ucrania, y hoy se sitúa en un plano muy secundario respecto de las prioridades que se plantearon entonces. Hoy queda menos tiempo y los progresos son claramente insuficientes, con independencia del valor declarativo que tenga la declaración de la última COP. Las esperanzas puestas en una transformación empresarial parecen flaquear justo ahora que parecía que debían coger el liderazgo de una transición pendiente. Si a este proceso le unimos la expansión capilar de la inteligencia artificial, todavía sin evidenciarse de manera pública, pero ya presente en gran parte de nuestra actividad económica, nos encontramos con un cóctel explosivo que tendremos que aprender a manejar y que tensionarán los viejos pactos sociales en materia de empleo, igualdad, protección social y convivencia democrática.

Sí, el mundo se ha vuelto más complejo en los últimos años, y no hay un solo factor que, por sí solo, explique el desarrollo de los diferentes acontecimientos. En todos ellos, sólo una mirada cargada de humildad y consciente de la complejidad podrá servir de referencia, pero el ser humano reacciona normalmente en el sentido opuesto, contraponiendo dogmas sencillos a realidades complejas, algo que en el pasado nos ha llevado a algunos de los episodios más oscuros de nuestra historia. Nadie tiene toda la solución, aunque la ansiemos. Tendremos que seguir explorando diferentes vías desde diferentes puntos de vista para alcanzar soluciones, al menos, temporalmente satisfactorias, lo suficiente para evitar algunos de los precipicios que se abren cerca de las curvas más cerradas del camino.

Con todo, tenemos las herramientas para no sólo evitar los mayores males sino para conseguir que nuestras economías y sociedades transiten hacia modelos más sostenibles, prósperos e innovadores. Será cuestión de buen juicio, audacia y, por qué no reconocerlo, buena suerte. Bienvenidos a 2024, bienvenidos al presente.