Zeitgeist siempre ha sido una palabra complicada de traducir al castellano: su significado en alemán sería similar a “espíritu de los tiempos”, como el conjunto de saberes, pensamientos y actitudes de preconfiguran el momento histórico en el que vive una sociedad o un país. Tras un año de coronavirus, y mientras los gestores públicos intentan minimizar los efectos sociales, sanitarios y económicos de la pandemia, el “zeitgeist” de nuestras sociedades está cambiando a gran velocidad. El cansancio de los confinamientos, la impaciencia ante los avances en la lucha contra el virus, que pese a la aceleración de las vacunas, es percibida como muy lenta, y los efectos psicológicos, están haciendo mella en la opinión pública.
Podríamos decir que la percepción de la realidad es una cosa, y la realidad misma es otra. Pero sabemos que no es así. Recién publicado en español, el último libro del premio Nobel Robert Shiller (Narrativas Económicas, Deusto 2021) nos explica claramente cómo las ideas y prejuicios de los agentes predeterminan los resultados económicos y el triunfo de unas ideas de política económica frente a otras. En otras palabras: lo que pensamos que la economía actúa como “profecía autocumplida”, y no siempre lo que pensamos es tan racional como nos gustaría.
De esta manera, compiten en el escenario público diferentes relatos de lo que puede ser la salida de la crisis del coronavirus, a la espera de que uno de ellos se haga hegemónico. Por un lado, podemos apuntar al pensamiento pesimista, reflejado en la pérdida de peso de las clases medias, el incremento de la exclusión social y la desigualdad, la pérdida de noción de “progreso” para grandes capas de la población (particularmente los más jóvenes, tal y como han reflejado numerosos estudios recientes, destacando entre ellos el desarrollado por la Fundación Felipe González), y el estancamiento general de una sociedad que ve como el progreso técnico no distribuye sus ganancias a lo largo y ancho de la población. Este escenario es un terreno abonado para el crecimiento de la política del resentimiento, el nacionalismo escéptico frente a los globalista y cosmopolitas, la desconfianza frente a los liderazgos políticos y empresariales, y, también frente a los efectos del progreso científico y técnico. Una sociedad que aspira a volver a los “buenos viejos tiempos” donde los valores tradicionales vuelven con fuerza frente a la desorientación o las vías muertas de un proyecto socioeconómico que ha agotado sus virtualidades. No piensen los lectores en los extremismos de izquierda o de derecha, sino en el pensamiento de economistas de referencia como Paul Collier, que, en “El Futuro del Capitalismo” (Ed. Taurus, 2020), propone un programa que, con el objetivo de salvar lo mejor de la economía moderna, no puede sino calificarse como profundamente conservador en lo cultural y social.
En el otro lado del espectro, nos encontramos con el optimismo generado en torno a la superación de los retos económicos, ambientales y sociales, articulados en el contexto del “green deal” como paradigma -más narrativo, de nuevo, que real- de un modelo de desarrollo sostenible centrado en las energías renovables, la preservación del medio ambiente, el progreso tecnológico y la cohesión social. Hoy, es este el discurso oficial de instituciones como la Comisión Europea, la OCDE o gran parte de las empresas que, conjuntamente con el Foro Económico Mundial, han convergido en lo que se ha denominado el “capitalismo de stakeholders”. El Gran Reset lo ha denominado Klaus Schwab, el presidente de la institución con base en Davos. En otras palabras, reformular la globalización, apostar por la sostenibilidad, estructurar de otra manera la relación entre las empresas y su entorno, y democratizar las ganancias de productividad de la tecnología, como programa de actuación política a medio y largo plazo.
Estas dos visiones de lo que tenemos por delante, todavía con el trauma que representa el año perdido (hasta el momento) por la pandemia, compiten en la batalla de las ideas por configurar el “zeigeist” de nuestra era. Pese a que las instituciones con influencia en el mercado de las ideas se han posicionado claramente del lado optimista, la percepción ciudadana no es tan clara y asistimos a una extensión de la visión pesimista entre amplias capas generacionales y sociales. Si queremos que el relato de los años 20 consolide un programa transformador capaz de acercarse al cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, la mejor manera de acabar con los discursos pesimistas y derrotistas es atajar sus causas y mostrar la fortaleza de los hechos con una recuperación que no deje a nadie atrás.
No será fácil: para hacer una tortilla hay que romper los huevos y un nuevo modelo de prosperidad implicará, necesariamente, un nuevo reparto de los beneficios generados, algo a lo que hasta el momento, no parece que muchos estén dispuestos. Puede que, con una fuerte recuperación y con unas vacunas que hagan olvidar esta pesadilla, el día después sea un día próspero y optimista para todos y todas, pero nada nos hace pensar que sea así. El futuro no está escrito, sino que en gran medida depende de las decisiones que tomemos hoy.