Carles Puigdemont está hurgando en la debilidad de Pedro Sánchez (pacto o elecciones) y a la vez tentando su ambición (oferta de un compromiso histórico inédito desde 1714) y, de paso, sigue despreciando la vía del diálogo abrazada por ERC, marcando las distancias con sus antiguos socios. Las cuatro propuestas anunciadas desde Bruselas son viejas, algunas ciertamente fáciles de asumir y otras conforman un simple desiderátum provocador. El ex presidente de la Generalitat cree que el momento es propicio para recuperar el liderazgo del movimiento independentista y no tiene nada que perder por intentar implementar la tesis de obtener avances de la confrontación, aprovechando que las urgencias de Sánchez pasan por Waterloo.

Puigdemont no ha desvelado todas sus cartas porque primero busca un gesto previo a la negociación de la investidura, de quien sea, aunque de entrada solo Pedro Sánchez está en condiciones de tomar las propuestas de Junts en consideración. El expresidente catalán desconfía de todos los políticos españoles y de todos los dirigentes catalanes que no son de Junts, por eso quiere comprobar la predisposición de los socialistas a pisar las líneas rojas que para Sumar parece que ni siquiera existen. La prueba de la buena fe de Sánchez es la amnistía, condición indispensable para seguir hablando, pero no suficiente para votarle, como tampoco lo es la voluntad de desjudicialización expresada muchas veces por Sánchez. Puigdemont aspira a obtener garantías del abandono de la vía judicial de forma permanente por parte del estado de derecho en su batalla contra el separatismo. Se trata de atar las manos del estado al que exige que les deje las suyas libres.

Otras condiciones son más light que esta. En la primera, pide el reconocimiento de la legalidad democrática de la reivindicación soberanista, aspecto que pocas veces ha sido puesto en cuestión desde el momento que Junts, ERC y la CUP participan de las elecciones democráticas, están presenten en el Congreso e incluso presiden y han presidio la Generalitat. Puigdemont, como es habitual en muchos independentistas, confunden la legalidad del objetivo con las acciones de sus dirigentes para alcanzarlo, algunas susceptibles (hasta ahora) de ser puestas en tela de juicio por el ordenamiento jurídico vigente. Este apartado persigue, en la práctica, la desactivación de espionajes e infiltraciones de agentes en el movimiento soberanista, exigencia muy al alcance de la mano del gobierno central.

La tercera condición hace referencia a la creación de mecanismos de verificación de lo acordado para salvar el pósito de desconfianza existente por su parte. Está claro que Puigdemont no ha gozado de los beneficios de los indultos, aunque espera que la relación con Sánchez mejore a partir del día 19, cuando el consejo de la Unión Europea trate de la eventual aceptación del catalán como lengua oficial en las instituciones europeas. La pelota está en el tejado de Sánchez, quien ya movió la primera pieza para asegurar la presidencia del Congreso.

Puigdemont dejó el órdago para el final. Colosal, diría Josep Pla. Ni más ni menos pretende situar el viejo conflicto político catalán, exacerbado últimamente por el independentismo, hasta magnitudes desconocidas, en las coordenadas de los acuerdos y tratados internacionales, rechazando implícitamente el ordenamiento jurídico español, especialmente la Constitución. Una vez desembarazado de los límites jurídicos internos, se supone que Puigdemont, al frente de una delegación de independentistas, no tendría inconveniente en aceptar una negociación sobre plazos para la renuncia de la soberanía española sobre Cataluña y el formato de la separación de bienes estatales sobre los que construir la republica catalana. Tal vez el susto por la invitación de Puigdemont a regresar al 1714 habrá encontrado a Sánchez prevenido por las confidencias previas de Yolanda Díaz.