Los dos viejos rivales de la política catalana, CDC y PSC, han despejado su futuro, tras varios años deambulando entre la vida y la muerte política. Los socialistas catalanes han resucitado bajo la dirección de Miquel Iceta; y los últimos convergentes han optado por abandonar la idea del resurgimiento por sus propias fuerzas, abrazando el liderazgo de Carles Puigdemont y su línea política legitimista bajo las siglas de JxCat. La recomposición del mapa culminará la próxima semana con el congreso de ERC, en el que se certificará el alejamiento táctico de los republicanos respecto de sus socios en el gobierno Torra, salvo carta de Oriol Junqueras para rectificar el rumbo en el último instante.

El PSC ha transitado durante cinco años con un pie en el otro mundo. En 2014, tras una etapa de deserciones y cambios programáticos (el más conocido, el entierro del derecho a decidir), Miquel Iceta se hizo con la primera secretaria, tras un conato de resistencia por parte de Nuria Parlón, alcaldesa de Santa Coloma de Gramenet, al frente de un pequeño grupo de renovadores. Iceta ganó y el paso de Parlón por la primera línea de la política (incluida su presencia en la ejecutiva del PSOE) fue breve, refugiándose en su alcaldía que defendió reforzando su mayoría absoluta.

Durante este peligroso período de supervivencia, el PSC se refugió (física e ideológicamente) en su fortín del área metropolitana. El retorno a la centralidad se debe a los buenos resultados en las últimas elecciones municipales y en las generales, a los optimistas sondeos de cara a las autonómicas y la perspectiva de un período de deshielo en la política de bloques, de confirmarse la negociación política entre republicanos y socialistas para la investidura de Pedro Sánchez y la apertura del diálogo en el conflicto catalán. Y por eso, han retomado públicamente algunas de sus posiciones más clásicas.

La primera de estas recuperaciones en el discurso oficial es la definición de Cataluña como nación y la segunda, la de España como nación de naciones; dos conceptos habituales de los socialistas catalanes que durante la convulsa etapa que dan por superada han permanecido en el cajón. Ninguna novedad extraordinaria, tampoco su apuesta por una reforma de la Constitución en sentido federal. La primavera catalanista del PSC, coincidiendo con el atisbo de un acuerdo entre ERC y PSOE, es muy oportuna para Sánchez (aunque algunos barones no lo sepan ver), ofrece la cobertura indispensable del flanco identitario catalán sin salir de la España plural recogida en la Constitución, con su referencia a la existencia de nacionalidades y regiones.

La resurrección política del PSC se confirma por otra decisión: la apertura del debate sobre la aplicación de la inmersión lingüística en Cataluña. Ciertamente, la formulación inicial de su reflexión sobre como adecuar la inmersión a los diferentes centros ofrecía a los interesados en la polémica una lectura escandalosa: los socialistas renuncian al catalán como lengua vehicular en la escuela. En su momento, el PSC y el PSUC impidieron que los partidos nacionalistas catalanes introdujeran en Cataluña el modelo vasco de división de la escuela por el idioma y no se han movido de su apuesta por la escuela única. Para impedir una interpretación sesgada de su propuesta tan solo han tenido que añadir una frase sobre el mantenimiento de la inmersión como fórmula irrenunciable, insistiendo en la conveniencia de revisar su aplicación.

El PDeCat ha culminado también su travesía del desierto, iniciada cuando todavía se denominaba CDC y Artur Mas, para no ahogarse en la corrupción del 3% y desentenderse de los recortes sociales de su gobierno, giró en redondo sobre su trayectoria pujolista para convertirse en independentista. Tras un largo proceso de consultas internas, el consejo nacional ha decidido entregar su suerte a las siglas de JxCat, controladas en la práctica por Puigdemont y sus fieles. Se da la circunstancia de que cuando CDC estudiaba nuevos nombres para el partido, las siglas JxCat fueron rechazadas. Sin embargo, fueron recuperadas como denominación electoral y finalmente serán oficializadas como referencia de un nuevo partido bajo el liderazgo indiscutible del ex presidente Puigdemont.

Puigdemont tiene que decidir todavía la suerte de la Crida, la organización más genuina de su manera de hacer, dirigida formalmente por Jordi Sánchez, que de todas maneras no ha conseguido en ningún momento su propósito: actuar de paraguas electoral, aglutinando todas las fuerzas independentistas. ERC se negó en el minuto uno, la CUP también y el PDeCat ha estado debatiéndose hasta ahora mismo; al decidirse el partido de David Bonvehí por JxCat (marca que comparten el PDeCat y Jordi Sánchez) parece que el resultado final de tantos años de dudas está cantado en favor de JxCat y en contra de la Crida y PDeCat.

El galimatías de denominaciones de la vieja familia convergente, a estas alturas difícilmente reconocible ideológicamente y operativamente, no esconde otra cosa que la larga lucha de Puigdemont por imponer su criterio (y su gente) a su antiguo partido. De confirmarse la evolución prevista, supondrá un éxito para el legitimismo siempre dispuesto a recuperar el lenguaje unilateralista, poco predispuesto a la negociación realista del conflicto catalán y muy desinteresado de la gobernación en España e incluso de la Cataluña autonomista, si hay que hacer caso de las repetidas declaraciones de Quim Torra, quien se proclama el suplente de Puigdemont en la presidencia de la Generalitat.