Cuando le toca milagrosamente el Gordo de Navidad a un empresario que está a punto de quebrar, su buena suerte suscita sospechas; cuando muere súbitamente una tía millonaria que estaba fuerte como un roble y somos sus únicos herederos, la Policía se apresura a investigar nuestra sospechosa buena suerte; cuando el testigo clave de un juicio muere súbitamente cayéndose por la escalera, la buena suerte del procesado al que el testimonio de la víctima iba a llevar a cárcel suscita sospechas. Se trata en todos los casos de sospechas reflejas, recelos automáticos, suspicacias genéricas más que propiamente individualizadas en el sospechoso.

En el caso de Olona, lo que paradójicamente suscita sospechas es la desgracia de haberle sido detectada una enfermedad que no le permite seguir ejerciendo la política precisamente en un momento en que ni ella quería ejercer de diputada autonómica ni varios de sus compañeros de partido deseaban que lo hiciera.

Por eso genera tantas dudas el comunicado informando de su enfermedad: por lo muy oportuna políticamente que resulta la dolencia. Pero, aun estando justificada, por fortuna la sospecha no viaja sola: junto a ella se sientan, a un lado, la empatía, igualmente refleja, que todos sentimos hacia alguien golpeado por el infortunio y, al otro, la convicción, algo supersticiosa, de que nadie o muy pocos se atreven a tentar al destino simulando una enfermedad grave que no padecen.

Profesionales de la sospecha

Macarena Olona podría haber dejado el escaño sin alegar motivos de salud, pero entonces habría dejado al descubierto lo falso y artificioso de su compromiso con Andalucía. Las razones médicas, sospechosas pero seguramente verdaderas, le permiten salvar ese escollo.

Si se hiciera en Andalucía una encuesta entre periodistas, políticos y otros gremios de enteradillos profesionales preguntando ‘¿Tiene usted dudas sobre las razones médicas aducidas por Macarena Olona para justificar su abandono de la política?’, es seguro que una buena mayoría de ellos se inclinarían por contestar sí: sí rotundo o sí titubeante, pero sí. El periodismo es por definición el oficio de la sospecha; la política, el de los sospechosos.

Ahora bien, eso no significa en absoluto -recalquemos: en absoluto- que la diputada por Granada haya mentido y sea una enferma imaginaria: solo significa que las razones médicas aducidas están bajo sospecha. Lo están porque ni ella se molestó nunca en disimular que era una candidata a palos ni, una vez logrado el escaño, en ocultar convincentemente su decepción ante el horizonte de irrelevancia política que le esperaba: cuatro años amarrada al duro banco de la oposición en representación de una tierra que no la quiere y a la que ella misma parece tenerle un amor impostado y meramente circunstancial. Como los niños chicos, los adultos también suelen tener un infalible sexto sentido para saber que no los quieren aunque les digan lo contrario.

Nuestros mejores deseos

Por fortuna, la gente todavía conserva el buen criterio de considerar que la salud es un hecho prepolítico, una circunstancia anterior y mucho más importante que la política, de manera que ni al gobernante o diputado que más denigran y al que jamás votarían le desean nada malo en su vida personal, sin que ello sea obstáculo para desearle todos los fracasos en su actividad pública. Lo ha resumido muy bien Rubén Sánchez en Twitter: “Me repugna cualquier broma que se haga con esto. Mis mejores deseos para Macarena Olona”.

Preferimos que la diputada haya mentido descaradamente a que de verdad esté enferma. Es una mujer todavía joven y solo cabe desearle que viva muchos años, aunque, eso sí, como en el viejo chiste sobre Pancho Villa, que los viva lejos, en concreto lejos de la política.

Muchos andaluces que simpatizaban y probablemente siguen simpatizando con Vox prefirieron no votarla el 19 de junio porque, aun sin pertenecer al abultado colectivo regional de listillos, intuían que no era buena idea convertir a Macarena Olona en vicepresidenta de la Junta de Andalucía. Su desafortunada sobreactuación en la campaña, sus fingidas poses de andaluza castiza y reventona, el poco edificante teatrillo montado en torno a su empadronamiento en Salobreña, su falta de piedad con los débiles y desamparados menores inmigrantes, el tono deslenguado y un punto camorrista de su discurso electoral, su firme determinación de importar a Andalucía la discordia que los Salvini y las Meloni han instaurado en Italia… todas esas cosas debieron, cómo no, restarle votos.

Pocas veces una mejora objetiva de los resultados electorales -Vox pasó de 396.000 a 494.000 votos y de 12 a 14 diputados- habrá sido tan unánimemente interpretada por los observadores y sentida íntimamente por los actores como una derrota inapelable. Lo que aritméticamente había sido una victoria, políticamente fue una derrota. La jornada electoral de junio fue una decepción política para el partido y un fracaso personal para Olona, a quien la propia decisión de Santiago Abascal de enviarla a Andalucía ya le había supuesto un severísimo quebranto económico: como diputada en el Congreso tenía un salario bruto mensual de 8.407,06 euros -3.050,62 de salario base, más 3.396,82 de suplementos y 1.959,62 de dietas-, mientras que en el Parlamento autonómico apenas habría superado en el mejor de los casos los 4.500 euros -3.261,53 como diputada, más 1.322,86 como portavoz de su grupo-.

Lo verosímil y lo verdadero

Las razones médicas aducidas por Olona no tienen por qué ser falsas, aunque ayudaría mucho a hacerlas verosímiles además de verdaderas que la diputada ofreciera alguna información complementaria de su dolencia sin por ello revelarla. Los 493.932 andaluces que la votaron el 19 de junio no tienen derecho a conocer la enfermedad exacta de Olona pero sí a no sentirse engañados, sí a estar seguros de que la diputada deja el escaño porque está enferma, no porque está incómoda, decepcionada o furiosa.

Aunque parece poco probable que lo haga, estaría bien que la diputada que ahora regresa a su empleo de abogada del Estado se tomara la molestia de disipar las dudas puede que infundadas pero persistentes sobre las razones aducidas para su baja en la política. Cuando, durante la campaña, se resistió hasta el último momento a abandonar su escaño en el Congreso, alimentando así la sospecha de que no tomaría posesión de su escaño autonómico, Olona apenas se preocupó de desmentir debidamente tales sospechas pese al daño electoral que su actitud podía ocasionarle; de hecho, las desmintió ya muy avanzada la campaña y a pocos días de abrirse las urnas; es más, la misma noche electoral tuvo que aclarar de nuevo que no se volvería a Madrid.

Aquella actitud elusiva y reservona indicaba una cierta falta de consideración hacia sus electores, cuando no una confianza desmedida -su nombre es soberbia- en las propias capacidades de seducción electoral, que las urnas sin embargo se encargarían de desmentir.

Debería comprender Olona que, por respeto a sus electores y consideración a sí misma, es importante que despeje las dudas y, salvaguardando su intimidad, confirme esas indeterminadas “razones médicas” con alguna información complementaria. La verdad en política es como la imparcialidad en la justicia: no basta con decir la verdad o con ser imparcial, también es preciso aparentarlo.