Aunque el foco informativo de la sentencia de los ERE se esté centrando en José Antonio Griñán y las especulaciones sobre si entrará o no en prisión mientas se sustancian su recurso ante el Constitucional y su petición de indulto, lo más relevante del fallo del Tribunal Supremo es la conclusión -jurídicamente inapelable y políticamente devastadora- de que los sucesivos gobiernos autonómicos socialistas crearon un procedimiento deliberadamente delictivo con el propósito de “eludir los necesarios controles en la concesión y pago de las ayudas sociolaborales”, lo que “posibilitó la gestión libérrima de los fondos públicos al margen de todo control".

La sentencia no dice que los 680 millones malversados -en absoluto robados- no fueran a parar a trabajadores o empresas en crisis que los necesitaran o los merecieran, sino que ese dinero se otorgó sin la fiscalización y las comprobaciones debidas y sin que los criterios de concesión se hubieran publicado, lo cual perjudicó objetivamente a quienes podrían haber solicitado ayudas pero no lo hicieron porque desconocían su existencia.

La banda prodigiosa

El hecho de que, al figurar las millonarias partidas en los Presupuestos, la oposición, la Cámara de Cuentas y la Intervención pudieran en cualquier momento descubrir que se estaban dado ayudas de forma descontrolada e ilegal y de que, aun así, prevaricadores y malversadores siguieran actuando impunemente un año tras otro convierte a Chaves y su banda en unos delincuentes no solo habilidosísimos en toda clase de ingenierías jurídicas y presupuestarias, sino dotados de una sangre fría que para sí hubieran querido los más legendarios representantes de la alta delincuencia de guante blanco.

La justicia ha visto flagrantes ilegalidades que no vieron la Intervención, la Cámara de Cuentas o el Parlamento. No quiere ello decir que la justicia sea ciega, sino que, incomprensiblemente, lo fueron durante toda una década prodigiosa todas las demás instituciones encargadas de velar por la legalidad en la Administración autonómica andaluza.

El Interventor General Manuel Gómez, absuelto en el proceso, lo ha repetido muchas veces, entre ellas en una entrevista en El Confidencial al periodista Javier Caraballo: “Es verdad que yo había denunciado en el interior de la Junta de Andalucía la falta de controles en la concesión de las ayudas sociolaborales y que esa irregularidad podía facilitar que se produjeran fraudes, como acabó ocurriendo. Pero eso es una cosa y otra muy distinta es la monstruosa sinécdoque que monta la jueza Alaya: afirmar que ese fraude se cometía porque existía un plan diseñado en el que participaban desde el presidente de la Junta de Andalucía hasta el Interventor General. En el caso de los ERE -concluía Gómez- hay responsabilidades penales, naturalmente, pero están, a mi juicio, ceñidas a las tres o cuatro personas que tenían la facultad de disponer del dinero público”.

Heridas y rasguños

A quienes han defendido la inocencia penal -no política- de Chaves, Griñán y el resto de condenados que jamás robaron un céntimo les resulta casi más desconcertante que doloroso verlos señalados como corruptos y arrojados al mismo saco en cuyo fondo se amontonan los despojos de los Bárcenas, los Rato, los Zaplana o los Correa, cuyo tren de vida y cuentas corrientes sí certifican inequívocamente su condición moral.

En contraste con los múltiples casos de corrupción de la Comunidad de Madrid, que no es que no hayan matado al PP de Madrid, es que ni siquiera le han provocado el más leve rasguño, el caso de los ERE ha dejado herido de muerte al socialismo andaluz. La sentencia es interpretada por la derecha como una enmienda a la totalidad de 37 años de gobiernos cuyo desempeño, sin embargo, ha propiciado la modernización indiscutible de una Andalucía que no andaba lejos del Tercer Mundo cuando el PSOE accedió al poder.

Condena preventiva

Salvo que cometa errores de bulto, y es poco probable que así sea pues ha tenido a su disposición ocasiones de sobra para escarmentar en cabeza ajena, la hegemonía política de la derecha va para largo en Andalucía. La sentencia del Supremo un arma de destrucción masiva, aunque desde mucho antes de llegar el caso a la Audiencia de Sevilla Chaves, Griñán y los demás ya habían sido condenados no solo por sus adversarios políticos, sino por su propio partido.

El PSOE los trató no como se trata a alguien de la familia que está pasando apuros, sino como al vecino señalado como sospechoso a quien uno sigue saludando en la escalera pero con quien ya nunca se detiene a conversar en plena calle, no sea que los demás piensen que uno tiene algo que ver con ese tipo que ha empañado la reputación de la comunidad.

Otra vez la liebre y la tortuga

Al PSOE andaluz le ha pasado como a El Corte Inglés: que llegó a tener tanto éxito que acabó creyendo que era para siempre y no se esmeró lo bastante en conservarlo. Tras un éxito arrollador en el último tercio del siglo XX y la primera década del XXI, los grandes almacenes están siendo devorados por los Amazon y demás tiburones del comercio digital: más ágiles, más voraces, más baratos, menos escrupulosos y con la ventaja añadida y no menor de que ni siquiera necesitan tomarse la molestia de crear un sindicato amarillo.

El Amazon de los socialistas andaluces quizá fue la juez Alaya, pero verdaderamente su ruina no vino de fuera sino de dentro: mucho más que un caso de corrupción en sentido estricto, el caso ERE fue un caso de relajación, de exceso de confianza. La relajación derivó en descontrol y este en arbitrariedad; y todo junto propició conductas corruptas de algunas personas. El procedimiento de tramitación de ayudas para facilitar y acelerar su concesión no fue tanto una elaborada y sutil maquinación como un atajo: un atajo del que jamás sospecharon que podía conducirles al abismo.

No hubo un plan deliberado para repartir ayudas públicas ilegalmente, con el riesgo de ser descubiertos in fraganti en cualquier momento: más bien, debió haber una paulatina laxitud de las buenas prácticas administrativas nacida de la misma fuente que la decadencia comercial de El Corte Inglés: la comodidad, la desatención, el descuido, la certeza ilusoria de que votantes y clientes nunca retirarían su apoyo a quienes tan buenos servicios les habían prestado en el pasado. La fábula de la liebre y la tortuga tiene en la política y en los negocios dos de sus campos de acción predilectos. El PSOE y El Corte Inglés se creyeron liebres durante demasiado tiempo.