Dios castiga a quienes simulan adorarlo con una fe postiza. El PP ha simulado creer en las primarias y el dios de la democracia lo ha castigado con un resultado que todos los observadores consideran menos un premio que un castigo.

A cada partido, las primarias lo castigan de un modo distinto: al PP, con un resultado claro pero de muy complicada gestión; al PSOE, con una guerra civil; a Podemos, con participaciones escuálidas…

Las bases son un dios esquivo: quiere ser venerado pero no molestado. Ni consultado más de lo estrictamente imprescindible: las molestias y consultas, a los sacerdotes de la ejecutiva, que para eso son los intermediarios entre la tierra y el cielo.

Cospedal en la otra orilla

Las primarias del PP han arrojado un resultado paradójico que no será fácil de gestionar para un partido que, como todo el que tiene vocación de poder, odia las paradojas. Ha ganado Santamaría pero puede perder. Ha perdido Casado pero puede ganar.

Y puede ganar porque la también perdedora Cospedal puede hacerle que gane y de paso ganar algo no tanto ella misma, cuyo reino ya no es de este mundo, como algunos de quienes la han acompañado en esta su última travesía antes de adentrarse irremisiblemente en el país de las sombras: más que su muerte propiamente dicha, esa tercera posición en las primarias ha sido el certificado de defunción de una número dos del PP que, desde su derrota en Castilla-La Mancha en mayo de 2015, solo lo era nominalmente.  

Estas primarias no han matado a Cospedal: se han limitado a enterrarla. De ahí que sea pertinente la pregunta de si logrará la albaceteña ganar una nueva batalla después de muerta convenciendo a sus seguidores de que voten a Casado para cerrarle el paso a su enemiga Santamaría.

Preferiría no hacerlo

El PP pensaba sobre las primarias lo que Bartleby el escribiente sobre los encargos que le ordenaba su jefe: ‘Preferiría no hacerlo’. Su manera de hacer primarias sin hacerlas fue introducir en el reglamento de las mismas ese mecanismo de seguridad consistente dejar en manos secundarias la decisión última del proceso. 

La democracia indirecta de los sacerdotes subsanaría así los daños colaterales que pudiera provocar la democracia directa de los fieles: el problema es que lo que inicialmente estaba pensado como una suerte de enmienda parcial para afinar los resultados del voto directo puede finalmente ser interpretado como una enmienda a la totalidad del sistema mismo de democracia directa.

No obstante, habrá que esperar al día 20. Los más de 3.000 compromisarios del congreso pueden darle la vuelta al resultado del voto directo, sí, pero tampoco está del todo claro que quieran hacerlo: el voto secreto siempre ha sido muy traicionero, y mucho más en estos tiempos sin brújula ni rumbo. ¿Seguirán los compromisarios teóricamente adscritos a Cospedal el llamamiento a favor de Casado lanzado por la zombi que los aglutina? Quién sabe.

¿Pero dónde está el jefe?

Como tantas veces en la historia, la democracia se ha tomado su venganza: el hoy desconcertado PP puede convertirse en un partido ingobernable no a pesar de la democracia sino gracias a ella. Con el dedazo vivíamos mejor, se estarán diciendo muchos afiliados.

Y con razón: las primarias tienen algo de traición al espíritu fundacional de un partido donde lo importante nunca ha sido el modo de designación de su líder sino la autoridad del jefe que se iba para designar al jefe que venía.

El liderazgo duro de un Fraga o un Aznar los capacitaba para el dedazo; el liderazgo blando de Rajoy, no tanto. De hecho, es bastante enigmático que Rajoy se haya quitado de en medio de forma tan súbita e inapelable, dejando a la militancia en el estado de ansiedad propio de quienes pasan de haber tenido toda la vida un padre autoritario a tener uno que pasa de todo.

Ningún político con tan altas responsabilidades ha dicho adiós al poder a la velocidad de vértigo con que lo ha hecho Rajoy: su conducta parece dictada más por la inclinación personal que por el cálculo político, si bien este dictamen se contradice con el rocoso apego al poder que el presidente ha demostrado a lo largo de los últimos 30 años.

Adiós al pasado. O no

Por lo demás, ni los afiliados ni nadie sabrían decir qué diferencia a cada uno de los candidatos. La trayectoria de todos ellos ha discurrido sin discrepancias políticas ni pronunciamientos ideológicos u orgánicos significativos. Santamaría, Casado y Cospedal han sido siempre puro PP. A ninguno de los tres se le ha escuchado decir, pongamos por caso, que las prácticas corruptas del pasado eran intolerables y no podían volver a repetirse.

Ninguno de ellos quiere refundar o reinventar el viejo PP. Y tienen buenas razones para ello: la parroquia popular quiere no tanto un partido inmaculado como un partido ganador que, sin aspirar a las mayorías absolutas de antaño, no sea humillado en las urnas por los blandengues pipiolos de Ciudadanos.

Su problema es que para lograr tal cosa lo que necesitan no son unas primarias, sino otro partido.

Pablo y la codicia

En principio, lo más coherente con el historial del partido sería una candidatura de unidad con Santamaría como número uno y Casado como número dos, aunque éste tenga buenas razones para negarse a ello. Cegado por la codicia, que le susurra al oído que los compromisarios de Cospedal le darán los votos precisos para vencer a Santamaría, Casado no parece dispuesto –ayer volvió a decirlo– a unas componendas que, en teoría, serían beneficiosas para el partido pero perjudiciales para él.

Suponer que Pablo renovaría el partido más de lo que lo haría Soraya es mucho suponer. En realidad, la mayor virtud de Pablo Casado es su parecido con Albert Rivera: con él no se regeneraría el partido, pero sí se rejuvenecería, y lo haría no al menos en apariencia sino sobre todo en apariencia.

Control de daños

Con Casado de dos y no de uno, el PP tendría más fácil el control de daños derivado de una virtual imputación por el caso del máster y la convalidación exprés de asignaturas de Derecho.

Con Casado de uno y no de dos, se diría con razón que había ganado en los despachos lo que no había sabido ganar en el campo, pero no parece que ese reproche inquiete mucho al candidato.

¿Que tal escenario obligaría al PP a dejar de abusar del cansino argumento de que debe dejarse gobernar a la lista más votada? ¿Y qué, si todo el mundo sabe que se trata de un argumento meramente instrumental y no de una convicción política y mucho menos ética?  La historia política está llena de incoherencias entre lo que se dice y lo que se hace y casi nunca pasa nada por ello. Hasta que pasa, claro.