Pablo Iglesias arrastra la imagen pública de ser el delantero centro que antes prefiere arriesgarse a fallar un gol que cederle la pelota al compañero que con toda seguridad lo marcará. Le cuesta pensar que su equipo pueda ganar perdiendo él. No es que no ame los colores de su partido, es que su amor no soporta el segundo plano; en los equipos se perdona fácilmente esa egolatría, pero siempre a condición de que el Narciso de turno les dé títulos.

El gran trofeo logrado por Iglesias para las vacías vitrinas del club fue la entrada en el Gobierno de la nación de la mano del Partido Socialista, pero el líder morado no ha conseguido que la túnica del poder lo invista de la respetabilidad y confianza sin las cuales un gobernante no es nada. 

El problema no es que Iglesias dé miedo a muchos votantes no ya de la ultraderecha, sino simplemente de la derecha, del centro y aun del centro izquierda: el problema es que a él no le importa; el problema es que el vicepresidente parece considerar que ese miedo es una virtud y no un lastre. Íñigo Errejón supo ver a tiempo que el miedo de los votantes no era un activo, sino un pasivo. Iglesias aún no lo sabe. O se comporta como si no lo supiera.

Unidas Podemos no deja de caer en las encuestas porque, siendo como es una coalición que padece pablodependencia, su único referente ideológico e institucional digno de tal nombre -¿dónde estás, Alberto Garzón?- no está haciendo bien su trabajo de vicepresidente segundo del Gobierno de España.

Quienes le temen porque lo consideran demasiado comunista se equivocan, aunque estén encantados de equivocarse... y de tenerle miedo. Pero Iglesias no es peligroso por ser comunista, es peligroso por ser un bocas.

El vicepresidente no está a la altura de las iniquidades que se le atribuyen: su problema es precisamente ese, que seguramente le gustaría estar a la altura de ellas. Es un político al que le falta paciencia. Su medio ambiente político han sido las redes sociales, y estas son por definición impacientes. 

Iglesias tiene algo del Alfonso Guerra de los ochenta, pero con una diferencia importante. Si por encima de Alfonso Guerra no hubiera estado Felipe González, los votantes no habrían confiado tanto tiempo en el PSOE; lo malo de  Pablo Iglesias es que es el Alfonso Guerra de sí mismo, no el Alfonso Guerra de Pedro Sánchez.

De Carrillo se dijo que había sido una gran hombre de Estado pero un mal secretario general; de Iglesias, ni una cosa ni otra, y no por falta de cualidades sino tal vez por un momento exceso de ellas. Iglesias tiene todas las virtudes de un buen delantero centro, pero ninguna de las de un buen organizador del juego: tarea menos vistosa, pero sin la cual un equipo nunca llega a nada.