Donald Trump está con el agua al cuello y Pedro Sánchez está con un pie en el alambre: el primero por sus pecados y el segundo por su osadía. El presidente es un equilibrista nato, nervios de acero, puro hielo sobre el abismo, un tipo capaz de llegar sin contratiempos al otro extremo del cable mientras sus detractores todavía siguen cruzando apuestas sobre el momento exacto en que se precipitará de una maldita vez al vacío. Todos hacen augurios ante los que Sánchez siempre replica lo mismo: el abismo puede esperar.

Torra, Puigdemont, Esquerra, Llarena, Franco, inmigración, déficit, estabilidad, presupuestos, cuentas autonómicas, ley mordaza, concertinas, salario mínimo, impuesto a la banca… El capitán Sánchez Pérez-Castejón navega en mitad de una tormenta perfecta desatada sobre un mar infestado de tiburones, pero lo hace como si estuviera remando plácidamente en el lago de la Casa de Campo, sin miedo, sin turbación, con el desahogo y la temeridad de quien no tiene nada que perder porque conoce de primera mano lo que es haberlo perdido todo y haberlo recuperado de nuevo cuando todos celebraban anticipadamente su bancarrota. Los escualos puede seguir acechando todo el tiempo que quieran.

Marketing y misericordia

La pregunta que este septiembre se instalará en numerosos medios, tertulias, instituciones, hogares y plataformas es ésta: ¿cuánto aguantará Pedro Sánchez antes de convocar elecciones? ¿Mantendrá el presidente su intrépida apuesta de apurar la legislatura hasta 2020 con un grupo parlamentario tan reducido?

Es altísimamente improbable, pues las contradicciones del Gobierno entre lo que dice y lo que hace, o si se quiere, entre lo que dijo que haría y lo que le están dejando hacer, van acumulándose e irán aumentando exponencialmente a medida que avance el curso político.

Su único campo efectivo de gobernación son los símbolos, los gestos, los guiños, pero ni siquiera aquí la trayectoria gubernamental es inequívoca. La acogida del buque Aquarius fue un bello gesto, pero ha quedado pulverizado por el inmisericorde gesto contrario de la devolución fulminante de los 116 inmigrantes que saltaron esta semana valla de Ceuta, lo cual da pie a la sospecha de que tal vez el móvil real de la operación Aquarius fue más el marketing que la solidaridad, más el cálculo televisivo que la genuina misericordia.

Clinton y Trump

Pero vivimos tiempos extraños en los cuales el sistema de pesas y medidas con que los ciudadanos evalúan a los gobernantes no solo ha cambiado con respecto al aplicado solo unos años atrás, sino que cambia casi de un día para otro.

Baste recordar que hace veinte años un intrascendente episodio sexual con una becaria a punto estuvo de costarle el cargo al presidente de los Estados Unidos, mientras que hoy decenas de episodios muchísimo más sórdidos y que rozan claramente la pornografía apenas logran arañar unos puntos la popularidad del nuevo inquilino de la Casa Blanca.

La alusión a Clinton y Trump no pretende –sería ridículo– equiparar los pecados de ambos con los que pudiera haber cometido un recién llegado como Pedro Sánchez, sino subrayar hasta qué punto ha cambiado el articulado de los códigos con que se juzga a los políticos.

Hace diez años

Hace diez años, dos derrotas electorales como las sufridas por el PSOE en 2015 y 2016 le habrían costado el puesto al secretario general, mientras que tras ellas Sánchez renovó el cargo con el voto de las bases socialistas.

Hace diez años, un partido cuyo líder hubiera sufrido un serio contratiempo familiar no habría tenido problemas para gestionar el vacío de poder provocado por su ausencia, mientras que hoy Podemos lleva semanas sumido en el desconcierto, incapaz de suplir la baja provisional de Pablo Iglesias y aun de cumplir su mandato fundacional de inaugurar una forma de hacer política inspirada en la horizontalidad.

Hace diez años, unos dirigentes que, basándose en flagrantes mentiras económicas y políticas, hubieran dividido a su sociedad en dos bandos irreconciliables habrían sido debidamente despachados por la gente en las siguientes elecciones, mientras que hoy los muñidores del Procés o del Brexit siguen ahí tan campantes, cosechando victorias y más victorias.

El espíritu de los tiempos

El populismo parece haber hallado la manera tanto de escaquearse de las consecuencias de sus fracasos como de camuflar los sonrojos que causa su incompetencia.

Una frase, un tuit, un gesto, un símbolo… pueden salvar toda una legislatura. Con la celebrada exhumación de los restos Franco –¿marketing o justicia histórica?– Sánchez puede salvar la suya. Basta con que sepa interrumpirla a tiempo y no se deje cegar por la codicia que siempre libera toda ocupación del poder: el poder es codicioso de más poder, del mismo modo que el dinero lo es de más dinero.

¿Se ha emborrachado Pedro de poder al pretender con tanto desparpajo mantenerse en la Moncloa hasta 2020, pese a contar con solo 84 diputados? ¿O acaso los verdaderamente beodos son los otros, todos esos que no han llegado a entender que los tiempos han cambiado y que hoy están gobernando países importantes tipos a los que hace solo diez años nadie habría tomado mínimamente en serio?

La aritmética

Pedro Sánchez no podrá hacer grandes cosas al frente de su Gobierno en minoría, ni siquiera cosas medianas, sencillamente porque no dispone de las herramientas para hacerlo.

Ni dispone ni dispondrá de ellas: aunque acuerde con Podemos medidas políticas o presupuestarias de calado, éstas solo podrán salir adelante con los votos independentistas de Esquerra y carlistas del PdeCAT, y ello sin contar con el seguro obstruccionismo parlamentario de PP y Ciudadanos, que no en vano tienen mayoría el primero en el Senado y ambos en la Mesa del Congreso.

Políticas sugerentes

En teoría, el equilibrista Sánchez no podrá llegar a ese otro extremo del cable que es 2010: sopla un viento huracanado, le están moviendo el alambre desde el lado izquierdo y desde el derecho, una parte del público no cesa de vociferar para hacerlo caer…

Cierto, en teoría debería caer al vacío, pero en los últimos años han pasado demasiadas cosas en demasiados sitios que en teoría no deberían haber pasado. El espíritu de los tiempos sopla a favor de capitanes audaces como Sánchez, capaces de hacerse perdonar la impotencia aritmética del Gobierno y la paralización institucional del país con unas cuantas estudiadas piruetas sobre el alambre: acoger un buque de inmigrantes a la deriva, exhumar la tumba de un dictador, apaciguar mal que bien al independentismo… Acciones sugerentes, maniobras cuya ejecución requiere temple y habilidad, gestos inspirados con los que hace solo diez años un Gobierno no habría podido justificar su permanencia pero con los que hoy en día puede ganar unas elecciones.