Don Guillermo Ariza Lovera, hubiera cumplido exactamente 100 años a las 11 del mediodía de ayer 4 de julio. Lo curioso es que fue inscrito así, con el Don, el 5 de julio de 1920 por el juez municipal de La Rambla el licenciado en Derecho Don Manuel Cuesta Baena, que cuando yo nací resultó que había sido hermano mayor de mi abuela paterna y por tanto mi tío abuelo. No sé como lo llamaban de pequeño, pues tampoco el nombre era común y lo habitual es que siendo el segundo hubiera sido Rafael, el nombre del abuelo materno, pero su madre Doña Dolores Lovera Cabello no era una mujer común y como admiraba al Kaiser Guillermo, al que conocía a fondo pues era lectora diaria de la prensa, así llamó a su hijo.

El caso es que cuando yo lo conocí en la primavera de 1970, él tenía 49 años, se cubría con una gorra y conducía su primer automóvil, un flamante Seat-850 de color vino, con el carnet recién aprobado y yo con 17 años estaba despidiendo a su hija Lola (entonces María Dolores) en la puerta de la Facultad de Veterinaria donde ambos hacíamos primero que entonces era común para las licenciaturas de Ciencias. Luego ya nos seguimos viendo con más frecuencia en  mis visitas a La Rambla en calidad de novio, donde todo el mundo lo conocía como Don Guillermo sin más apellidos.

Hizo los dos primeros cursos de  bachillerato en el instituto de Osuna donde estuvo interno y luego desde 1933 continuó en el colegio subvencionado de segunda enseñanza Alejandro Lerroux en la Rambla, iniciativas que la República extendió por toda la geografía española. Sobre él tuvieron mucha influencia dos mujeres especiales, sus dos abuelas: Dolores Cabello Doñamayor (de familia noble) con la que pasaba muchas horas oyendo música en gramófono  en su casa de la calle Puerta de La Rambla y Concha Salas Reina, mujer culta y valiente con la que  pasaba temporadas en su casa que estaba a mitad de camino de Osuna y con la que tuvo la suerte de vivir el golpe militar del 18 de julio de 1936 en Puente Genil, entonces tenía 16 años recién cumplidos, edad sobrada para ser fusilado.

Como toda la zona, fue dominada por los golpistas en el primer mes, fue “voluntario” , luego alférez provisional y finalmente teniente efectivo, con pocos días en el frente y ninguno en la represión, de ese periodo tres cosas le habían llamado la atención: la falta de agua para asearse, el era muy pulcro en todos los aspectos, el buen armamento personal de las tropas republicanas que se rindieron a su unidad y su amistad con Juan Manuel de Maeztu Hill, único hijo de Ramiro de Maeztu, que también era oficial y con el que coincidió y con su madre en la bonita ciudad de Tarragona.

En cuanto pudo cursó Veterinaria en Córdoba que no terminó hasta el 14 de junio de 1947, pues de vez en cuando lo movilizaban como oficial de complemento y pasaba temporadas de las que recordaba  sobre todo  las que pasó en Lepe y Moguer donde trabó amistad con  las mujeres de la familia Pinzón y con el poeta Curro Garfias.

Luego se casó y como flamante veterinario estuvo de interino en Quesada (Jaén) y en Calpe (Alicante); como no se convocaban oposiciones y para mejor cuidar a su mujer que era diabética, lo que en aquellos años era muy delicado, fue agricultor y no escatimó ni dinero ni dedicación para mantenerla viva, que fu su verdadera devoción. Siempre recordaré lo que disfrutaba redescubriendo y contando detalles en los viajes que hicimos juntos  ya con más de ochenta años tanto a Moguer como a Calpe.

Era un melómano cultivado gracias a radio Lisboa, luego de los discos que compraba y oía en su casa   en el tocadiscos estereo de Selecciones y desde 1965 también seguidor de Radio Clásica. Ya viudo viajamos mucho  con él  a Londres, Bruselas, Venecia, Viena, Praga, Budapest  y al Festival de Salzburgo donde entre otras maravillas asistímos a “Las bodas de Fígaro” de Mozart toda la familia. Sabía mucho de música y había leído todo lo que pudo, a mi me descubrió a  Azorín, Unamuno, Marañón, Ortega,  Valle Inclán, Proust, Faulkner, John Dos Passos, etcétera, y atesoro la parte de su biblioteca que conservo.

En el erial cultural que era la vida en España en aquella época y más viviendo en un pueblo, el supo mantener muy alto sus gustos culturales y era un placer charlar con él y oírlo hablar de lo que sabía.

Nunca vistió la camisa azul, pero no se negó a colaborar como concejal cuando se lo pidieron y fue profesor sin sueldo en el colegio libre adoptado que en los  años 60 se fueron creando 30 años después de haber acabado con ellos al ganar el golpe de estado y allí descubrió su verdadera vocación de profesor de Ciencias Naturales y por eso todos los jóvenes en la Rambla también  lo llamaban don Guillermo. Años después crearon las secciones delegadas donde ya se cobraba sueldo, pero en 1974 fue despedido usando una estúpida disposición que impedía a los veterinarios ser profesores de bachillerato, pese a ser licenciados y en su caso estar  sobradamente preparado.

Nunca reclamó nada y nunca recibió del régimen franquista ninguna prebenda, no quiso ni siquiera tramitar una mejor pensión como le hubiera correspondido por sus años de excombatiente, de militar y de profesor y se conformó con la muy modesta de autónomo para la que había cotizado años suficientes, pero nunca se quejó de nada, porque era muy sobrio y era feliz por seguir vivo tras vivir lo que había vivido.

Era profundamente liberal y democrático y para salir de la dictadura apoyó desde el principio a Adolfo Suárez y la UCD en la que estuvo afiliado, apoyaba a los alcaldes de su pueblo que conoció fueran socialista o comunista porque la transición democrática consiguió la España con la que él había soñado toda su vida, una España donde cupieran todos en paz y respeto, dónde se votara y se aceptaran los resultados.

Sólo siento que pasara sus últimos cuatro años en una residencia digna, pero residencia al fin, porque  en su estado fue imposible tenerlo en casa cuando me tuve que incorporar a trabajar a Córdoba. Lo visitaba frecuentemente y  de vez en cuando me  preguntaba si había alguna manera de acabar con aquello de que tuvieran que limpiarlo y de que lo trataran como a un niño. El último día fue el 1 de noviembre de 2011 cuando me llamaron para decirme que estaba muy mal y para decidir si llevarlo al hospital,  me acerqué rápido, estaba lúcido y tras un rato de intentar hablar con él mientras le sujetaba la mano, le pregunté que si podía hacer algo por él y como si fuera Diógenes me contestó: “Gracias, pero vete y déjame tranquilo”; se dio la vuelta y se acurrucó; me alejé y expiró sin un ruido. Sin molestar como toda su vida.

Ayer di una vuelta en su Renault-5  de 34 años y que se empeñó en poner a mi nombre. Siempre lo recordamos como el hombre justo y bueno que fue.

(*) Profesor jubilado de Educación mediática de la Universidad de Córdoba.