Leo y escucho a aquellos que aspiran a dirigir este país reivindicar constantemente la libertad, al mismo tiempo que tratan despectivamente de "chiringuitos" a los mecanismos con que el Estado se dota para ofrecer coberturas sociales y civiles a sus ciudadanos, al mismo tiempo que hablan de cierre de fronteras, defensa de "lo español" frente a lo extranjero (nacionalismo centralista, exactamente igual de incívico e irracional que los periféricos), y de "flexibilización" de las relaciones entre el poder económico y los trabajadores. La libertad que propugnan es inmoral, por cuanto que, para nosotros tenerla, se les enajena a otros; así, la supuesta libertad de no cumplir las medidas restrictivas impuestas por la pandemia, conculca el derecho a la seguridad del resto de ciudadanos. La supuesta libertad de interactuar entre las personas sin que exista otro control que el que el propio individuo se pueda permitir establecer, perpetúa las relaciones de poder desequilibradas y abusivas allí donde existen: machismo, racismo, acoso, explotación laboral; fuerte y débil, en suma, el darwinismo social a partir del cual el modelo neoliberal corrompió el liberalismo ilustrado de la misma manera que el comunismo leninista hizo con el socialismo a través del totalitarismo. El éxito social y económico jamás será un parámetro válido para juzgar el valor humano de una persona, por cuanto que responde a constructos volátiles y variables que según el contexto pueden hacer de un mismo desempeño un triunfo o un fracaso.

Yo digo, la tierra no es nuestra para negar a quien desee asentarse en ella la dignidad de ser acogido y tratado como un ser humano, y desde ahí comenzar a labrar su porvenir y ganar su libertad. Nosotros somos responsables de la dignidad de aquellos que sobreviven privados de ella, puesto que la nuestra no la hemos ganado, nos ha sido dada, y aunque, en la medida en que nuestros esfuerzos nos hayan podido granjear un mayor o menor desarrollo de nuestras libertades, tenemos "lo que nos hemos ganado", lo que tenemos en común es que todos pudimos intentarlo; pretender juzgar a los que no pudieron desde un punto de vista meritocrático es indigno, por ello, de una sociedad civilizada que albergue un mínimo de valores humanos.

Un estado que no protege la dignidad de todos aquellos que residen en su suelo, ciudadanos o no, es un estado fallido, un estado que fracasa trágicamente en su labor más noble e irrenunciable. Un gobierno que, en nombre de la libertad, vende esa dignidad que a todos nos obliga para con los demás, nos exime de esa obligación y convierte la dignidad en un artículo de lujo cuya adquisición es prohibitiva para aquellos que no gozan de una posición socioeconómica desahogada, es un gobierno para el que el valor de la vida humana no es intrínseco a su propia naturaleza, sino relativo a los actos y capacidades según éstos sean tasados por los intereses de otros. Y estos intereses son diametralmente opuestos al desarrollo de la libertad del individuo, puesto que la verdadera libertad supone un esfuerzo diario de conocimiento, actitud crítica y actuación ante la realidad, y no se parece en nada a ejercer sin restricción nuestro poder, aunque haya sido adquirido honradamente y con esfuerzo, o a complacerse pasivamente en una ignorancia a la que se nos trata de convencer constantemente de que tenemos derecho, puesto que la libertad, por cuanto que emana de la conciencia y nos hace sujetos de ese derecho, es también, en la misma medida, una responsabilidad.

No se puede exigir mérito alguno a un ser humano a cambio de su dignidad, porque ésta no es nuestra para entregársela, ni del Mercado para que haya de comprarla; es suya, y sólo él mismo puede perderla atentando contra la de otros. En cambio, la libertad sí ha de ganarse, no porque lo diga yo, sino porque es la única forma en que es realmente nuestra, cuando es el fruto de nuestros afanes, de nuestras decisiones guiadas por nuestro interés y conocimiento, y al mismo tiempo es ejercida con responsabilidad y atención al ser humano, al mundo, y al futuro, porque éstos no nos pertenecen; solamente están a nuestro cuidado.