La editorial de la Conferencia Episcopal Española acaba de publicar un libro, cuya autora es Encarnación González Rodríguez, que lleva por título “Los doce obispos mártires del siglo XX en España”, con un prólogo de Juan Antonio Martínez Camino, secretario general y portavoz de la citada Conferencia. Ha sido presentado como un “homenaje a los mártires”, en concreto a esos obispos que fueron asesinados durante la guerra civil española, en su mayoría, excepto uno, en los primeros meses de la guerra.

En realidad, ese episodio referido a los obispos forma parte de lo que de modo genérico es conocido por la historiografía como la persecución religiosa desatada durante la guerra civil española, pues más allá del componente ideológico que para ciertos sectores pueda tener el término, se admite la existencia de un verdadero ataque contra los religiosos. Ahora bien, una cuestión diferente es la interpretación de la Iglesia acerca de que las víctimas católicas sean mártires, como bien distingue Hilari Raguer, tal vez el mejor conocedor de la historia de la iglesia española en aquellos años, y que a su condición de historiador une la de ser monje de la abadía de Monserrat, quien considera probada la existencia de una persecución religiosa “cuando las personas son castigadas no por actos que ellos hayan cometido individualmente, sino por el hecho de pertenecer a una determinada confesión religiosa. Otra cuestión distinta es la de si la razón de perseguir a los miembros de la religión católica era el odio a Cristo, que es lo que formalmente constituye el martirio, o era porque consideraban, con o sin razón, que la Iglesia, y por tanto sus miembros, y en primer lugar sus representantes más significativos, o sea el clero, habían demostrado ser enemigos políticos de los perseguidores”.

Lo que importa, desde el punto de vista del historiador, es dar una explicación a ese comportamiento violento, y lo que sí parece claro es que aunque desde la perspectiva actual nos puedan parecer incomprensibles tanto el clericalismo como el anticlericalismo, no hay duda de que uno no se entiende sin el otro, como señalaran en un estudio de 1993 Javier Tusell y Genoveva García. En los primeros momentos, tanto la propaganda franquista como la eclesiástica exageraron los datos de las víctimas entre el clero, sin embargo en la actualidad los conocemos con suficiente exactitud, en especial tras la publicación de la obra de Montero Moreno (1961), quien daba una cifra total de 6.832 religiosos y religiosas muertos como consecuencia de la persecución religiosa. Los datos son concluyentes, y como tales son recogidos en toda la bibliografía más reciente: 13 obispos, 4.184 sacerdotes diocesanos, 2.365 religiosos y 283 monjas. Admitidas las cifras, cabe preguntarse por las causas de las agresiones, cuya interpretación encontramos en una de las primeras obras que se aproximó a la guerra española con criterios historiográficos, la de Hugh Thomas: “La iglesia no había participado en el alzamiento prácticamente en ningún sitio… fue atacada porque la religión se había convertido en la cuestión crítica de la política desde 1931, por la general subordinación de los sacerdotes a la clase alta, y por la riqueza provocativa de muchas iglesias y las antiguas sospechas suscitadas por el carácter secreto de las órdenes religiosas y los conventos”.

La cuestión ha sido analizada, y explicada, por una amplia bibliografía, imposible de detallar aquí, y a la vista de la cual, resulta indignante, desde un punto de vista historiográfico, que Martínez Camino dijera en la rueda de prensa que en 1936 existía un plan con el cual “se pretendía erradicar la presencia pública y visible dela Iglesia”. Asimismo, un error lamentable es encuadrar lo ocurrido en España dentro de un amplio plan que tuvo su origen en la persecución desatada enla Rusia soviética a partir de 1918, y por supuesto no es menos equivocado su planteamiento de la existencia de una guerra revolucionaria que pretendía implantar en España la dictadura del proletariado. Y todo ello era presentado como “opiniones”, las cuales no forman parte de la Historia, caracterizada por interpretar a partir de las fuentes y de los datos, y no por opinar.

Tanto la idea de un plan de exterminio como la pretendida conspiración soviética en España ya estaban en aquella lamentable Carta Pastoral colectiva del episcopado español en 1937. Y más lamentable aún es que, a pesar de los excelentes trabajos sobre el tema, el portavoz de los obispos españoles no sea capaz de escribir un prólogo y de presentar un libro sin caer en las mismas exageraciones y mentiras que sus antecesores en 1937.