“Estoy escribiendo un libro que se titulará ‘Mis queridos hijos de puta’ y tú tendrás un capítulo en él”. Eso le dijo, medio en serio medio en broma, Jesús Quintero en cierta ocasión a un ejecutivo del Canal Sur con que el tuvo un prolongado trato profesional que no llegó a cuajar en amistad. Fue hace años, quizá dos décadas, cuando Quintero empezaba a dejar de ser Quintero pero él mismo aún no lo sabía. Nunca escribió aquel libro, pero seguro que habría sido jugoso.

Tenía mucho más el ego refinado y caprichoso del artista que el narcisismo urgente, rudimentario y veloz del periodista, pero su talento delante de un micrófono o una cámara era indiscutible. Con ‘El loco de la colina’ inventó en los ochenta una manera de hacer radio que nadie más supo hacer como él: fue en aquellos años y con aquel programa de la cadena SER cuando forjó el brillante personaje que de algún modo acabaría devorándolo.

El Quintero de sus últimos programas televisivos era no tanto una sombra de lo que había sido como una máscara de sí mismo: el loco de antaño se había vuelto descarnadamente cuerdo, decidido a sacrificar su locura en los efímeros altares de un ‘prime time’ que a esas alturas de su carrera ya le había dado la espalda. Fueron los tiempos de ‘Ratones coloraos’, aquel programa en el que exhibía sin pudor a personajes como Juan Joya el Risitas, bufón de la corte del rey Jesús cuya boca desdentada no habría desentonado en aquella ‘Viridiana’ donde Luis Buñuel desenmascaraba las trampas de la caridad y se apiadaba de los estragos de la pobreza.

El Quintero que recordará la historia del periodismo audiovisual del último tercio del siglo XX no será el de ‘Ratones coloraos’, sino el de ‘El loco de la colina’, el espacio nocturno donde Jesús hizo del silencio una herramienta periodística de primer orden. En aquel programa de radio y en otros posteriores de la televisión Jesús Quintero desplegó lo mejor de su talento, apoyado a su vez en el talento de su guionista invisible Javier Salvago, a quien esa misma historia del periodismo debería reservar alguna página. Sin Salvago, seguramente Quintero no habría sido Quintero. O no al menos el Quintero que conocimos.

El tiempo borrará de la memoria de las generaciones al Quintero de El Risitas, pero no al de los silencios inteligentes, al de las preguntas imprevistas, al de los gestos pausados, al periodista que conseguía que el entrevistado revelara cosas que no había calculado revelar.

No fue un empresario ejemplar, ciertamente, pero pocos artistas lo son. A quien inventó el silencio en ese templo mismo de la palabra que es la radio bien pueden serle perdonados, en la hora de su muerte, los remotos pecados que hubiera podido cometer. Ya nunca escribirá aquel libro imaginario de título tan canalla. Ha regresado al silencio. Descanse en paz Jesús Quintero, quizá menos que un poeta pero sin duda más que un periodista.