II. Más allá de las religiones: las nuevas amenazas a la libertad de conciencia

Covid-19 y crisis de verdad y racionalidad

Con la covid-19 han proliferado los bulos, las mentiras con difusión masiva. Los irracionalistas (conspiranoicos, antivacunas, negacionistas…) están más desaforados que nunca, y parece que consiguen nuevos apoyos gracias a que muchas personas no soportan que se las obligue a limitar su movilidad y sus contactos físicos, y a utilizar incómodas mascarillas.

El filósofo Juan Antonio Nicolás, tras destacar que para el presidente de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España estamos ante «la mayor oleada de noticias falsas, bulos y mentiras de la historia», concluye que «se ha instaurado una especie de normalización de la falsedad, una suerte de pandemia de la mentira, una auténtica “mentidemia”». Según Nicolás, «la pandemia del coronavirus probablemente pasará, pero la actitud posverdadera seguirá coexistiendo con la exigencia de verdad… la verdad se revela como un recurso imprescindible de la razón humana para salvar lo mejor de nuestra organización social y de nuestra cultura». Entre las distorsiones y deflaciones del valor de la verdad que se engloban en el término posverdad, Nicolás incluye «bulos, falsedades, mentiras, medias verdades, ocultaciones, parcialidades, unilateralidades, insinuaciones y propagandas». Coincido con Nicolás, y creo que la mentidemia es aún peor porque forma parte de una “ruidemia” que desconcierta y confunde.

¿La propagación de la posverdad, del ruido o de la desinformación, es casual? Según el profesor estadounidense de Historia de la ciencia Robert Proctor, no, pues «la ignorancia es poder», como parece demostrar el éxito de algunos grandes líderes políticos mundiales. La idea es de tanto alcance que bien merece un nuevo término; a la «creación deliberada de ignorancia» Proctor la ha denominado “agnotología”.

Tengamos presente que la pandemia genera miedo, mucho miedo, y sabido es que el miedo es un arma decisiva en beneficio del poder. El miedo no sólo acobarda y debilita, sino que aturde las conciencias y promueve la irracionalidad. El miedo y la incertidumbre asociados a la crisis de la covid-19 favorecen la angustia y la ansiedad, abonando el terreno para la agnotología y las “armas de desinformación masiva”, basadas en mensajes confusos, incontrastados y a menudo irracionales. Cuando, aprovechando la coyuntura, esos mensajes los genera la extrema derecha y la derecha extremada, se observa una no menos extrema beligerancia contra la razón, los hechos y la ciencia, aunque no se confiesa como tal; sí aparecen de forma explícita, en España, los ataques contra el gobierno legítimo (que por supuesto debe ser objeto de crítica, pero aquí se busca su destrucción por (sin)razones ideológicas e intereses inconfesables) y contra colectivos como los inmigrantes, izquierdistas, feministas, laicistas, musulmanes, ateos, homosexuales y gente de mal vivir. Se voxiferan mensajes y acciones (como los acosos) de odio hacia presuntos culpables de nosequé, y de defensa de una visión cerrada y cerril de la patria y de unos valores reaccionarios, en una dinámica que llega a recordar al fascismo. Están enardecidos, además, por el triunfo de líderes de esa misma miserable onda en EE UU, Brasil, Bolivia, etc. Además, en plena estrategia de la confusión, tienen la osadía de apelar al bien común y a la libertad.

El crecimiento de esas respuestas retrógradas lo advirtió el 30 de marzo el relator especial de las Naciones Unidas sobre cuestiones de las minorías, Fernand de Varennes, cuando anunció que la covid-19 no solo representa una pandemia de salud, sino que está intensificando la xenofobia, la exclusión y el odio. En su comunicado dijo que «la explotación de los temores relacionados con covid-19 por parte de grupos y políticos como chivos expiatorios de las minorías está provocando un alarmante aumento de los abusos verbales y físicos contra los chinos y otras minorías, y a algunos incluso se les niega el acceso a la atención sanitaria y a la información sobre la pandemia». Por su parte, Amnistía Internacional denunció «el estigma y la discriminación, que en varios países –incluida España– se reflejó en la fase inicial de la pandemia en algunas agresiones verbales e incluso físicas contra personas de rasgos orientales». ¿Ha notado el lector o lectora reacciones de este tipo en su entorno entre gente que no calificaría de extremista? Aún más: ¿lo ha notado en sí mismo/a?

Es posible que la amenaza de la covid-19 active de manera bastante extensa –pero más en personas predispuestas por su ideología– lo que los psicólogos Mark Schaller y Lesley A. Duncan denominaron “sistema inmunitario conductual”, por el que una respuesta evolutiva ante el peligro de infección consiste, en diversas especies animales, en conductas como el rechazo social y la evitación de “extraños”, que en humanos pueden favorecer la exclusión, el odio, la xenofobia y el racismo. Manifestaciones más suaves de la respuesta son una mayor severidad al juzgar la lealtad o el respeto a la autoridad de los demás, o incluso los comportamientos “extravagantes”; es decir, se favorecen juicios y actitudes más “conservadoras”, y todo ello tal vez acentuado por el efecto psicológico de las (necesarias) medidas de distanciamiento físico. Se trata de respuestas psicológicas inconscientes en las que se hacen interpretaciones erróneas de señales irrelevantes. Como se trata de respuestas irracionales, hay que alentar las tomas de decisiones basadas en el razonamiento lógico. Para mejorar la racionalidad de nuestras respuestas, quizás sería útil que conociéramos que aquellas conductas agresivas instintivas se asemejan a las observadas en ratones o en renacuajos de rana toro, es decir, que está muy bien ser conscientes, en lo posible, de las bases biológicas de nuestras conductas, teniendo claro, por supuesto, el no caer en la llamada “falacia naturalista”, mediante la que se confunde lo “natural” con lo “bueno”, lo que “es” con lo que “debe ser”.

Por otra parte, es necesario combatir la emisión de mensajes falaces no sólo por ultraderechistas, sino por esa amalgama de antivacunas, negacionistas, izquierdistas feng-shui (véase luego) y conspiranoicos de toda estirpe. Parte de los mensajes fraudulentos son denunciados por páginas especializadas en la tarea, como Maldita.es y Newtral.es, pero no debemos olvidar que son webs comerciales, con intereses económicos que procurarán no perjudicar.

Ante las campañas de engaño y manipulación, sembradoras de desconcierto (de hecho, a menudo incluyen mensajes contradictorios entre sí sin ningún problema), ¿no es evidente que la mejor vacuna es el pensamiento crítico y la racionalidad basadas en hechos contrastados; en definitiva, la libre conciencia entrenada en esos hábitos de pensamiento? Es esperanzador comprobar que mucha gente está tomando conciencia del daño que hace la expansión de la irracionalidad y la charlatanería, y busca más que nunca datos contrastados, argumentos rigurosos y ciencia; y, consecuentemente, mensajeros de confianza. Aserciones conspiranoicas tan chuscas como las de Miguel Bosé (anti-vacunas) y del rector de la Universidad Católica de Murcia (anti-chis (sic) de Bill Gates) han servido, salvo para desinformados, atolondrados o demasiado fanatizados, para marcar distancias contra el disparate; verle las orejas al lobo –o la corona al SARS-CoV-2– está funcionando para desacreditar más a los cantamañanas y valorar mejor la precisión, el conocimiento, el razonamiento riguroso y la ciencia.

Creo que hay que resaltar que mucha gente asume algunos de los mensajes irracionales debido a que intenta afrontar cómo se nos cuenta la realidad con un espíritu escéptico en principio encomiable, y quieren rebelarse contra la injusticia. ¿No estamos habituados a la manipulación y la mentira desde el poder? ¿No son la duda y la sospecha, además, esenciales para el progreso del conocimiento, especialmente el científico? Lo que ocurre es que muchos se adhieren a falacias y conspiranoias no porque sean tontos (bueno, algunos sí), sino porque carecen de la preparación intelectual necesaria para un análisis racional adecuado, y acaban confundiendo la realidad, con lo que yerran los diagnósticos y, por tanto, las soluciones.

Agrava la situación la pretendida rebeldía frente a los “saberes oficiales” u “occidentales” de cierta “izquierda feng-shui” –como la llama Mauricio-José Schwarz por su apego a algunas pseudociencias misticistas– cercana a la posmodernidad. Por suerte, grandes iconos teóricos de esta corriente, como Lacan, Irigaray, Baudrillard, Deleuze, etc., han podido ser desenmascarados en ocasiones gracias a su abuso del lenguaje pseudocientifico y deliberadamente oscuro, incluso por momentos desternillante (lean los amenos Imposturas intelectuales y Más allá de las imposturas intelectuales, de Alan Sokal y Jean Bricmont). Seguramente, los continuadores intelectuales de aquellos teóricos estarán siendo más cuidadosos, pero quiero pensar que cada vez son más quienes dejan de ver las pretensiones posmodernistas con simpatía cuando detectan en ellas contenidos falaces, e incluso, a veces, reaccionarios y próximos al sinsentido de ciertos mensajes religiosos (como los del cardenal Cañizares et al.). Nos movemos aquí entre un relativismo más o menos simplón o sofisticado (el del posmodernismo) y un antirrelativismo, sí, pero en este caso (el de la gran mayoría de las religiones, si no todas) dogmático. Ambos, enfrentados a la racionalidad y la ciencia.

¿Qué se necesita para que los mensajes irracionalistas pierdan terreno en la sociedad? Sin duda –qué fácil es de decir– una población con las necesidades materiales básicas cubiertas, no atenazada por el miedo, y más y mejor educada, con al menos un mínimo de formación científica, lo que conlleva una base suficiente de pensamiento lógico y capacidad crítica. Formación que, desde luego, debe producirse, para empezar, en la escuela; es una razón clave por la que la enseñanza escolar religiosa, irracionalista, es tan dañina. Pero la preparación también debe extenderse más allá de los centros de enseñanza, en especial en los medios. Hay que convencerlos de que no se acojan a la equidistancia boba entre el discurso científico y el pseudo y anticientífico. Contamos con el impagable esfuerzo de denuncia y divulgación de las asociaciones que promueven la racionalidad y la ciencia, y con ellas la libertad de conciencia y la laicidad (Círculo Escéptico, ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico, Asociación para proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas, UNI Laica/Europa Laica).

La libertad de expresión con la covid-19

Según nos explica Carlos Jalil desde la Universidad de Navarra, los tratados internacionales permiten a los Estados restringir algunos derechos humanos (como el de movilidad y el de reunión) para proteger la salud pública, pero hay derechos absolutos intocables, como el derecho a la vida, la prohibición de la esclavitud… y la libertad de conciencia. Sin embargo, la libertad de expresión sería un derecho “no absoluto” que sí puede ser limitado, en situaciones de emergencia, por la protección de la seguridad nacional, y por el orden y la salud públicas.

Sin embargo, para Fernando Miró Llinares, catedrático de Derecho penal y Criminología de la Universidad Miguel Hernández (de Elche), entre los derechos que se vieron afectados por la declaración del estado de alarma «no debiera encontrarse la libertad de expresión, cuyo ámbito es el mismo antes y después» de esa declaración. Tampoco debió menoscabarse la libertad de información o de prensa. La incitación al odio contra personas o colectivos, la injuria, la calumnia, el enaltecimiento del terrorismo… pueden dar lugar a una respuesta penal, pero es porque no están amparadas por la libertad de expresión, no porque hayan cambiado los límites por las restricciones a consecuencia de la covid-19.        

No obstante, los profanos nos preguntamos si no hay un conflicto entre la libertad para difundir en los medios mensajes evidentemente falsos e incluso peligrosos para la salud, y el derecho común a esta salud. ¿Debe permitirse proclamar, por ejemplo, que las vacunas causan autismo, que las pondrán junto con un chis de vigilancia, que el limón cura el cáncer, que el agua con memoria (es decir, la homeopatía) sana multitud de enfermedades, que las mascarillas son inútiles contra el contagio del SARS-CoV-2, etc.? Se trata de aseveraciones no respaldadas e incluso refutadas por la ciencia, y potencialmente peligrosas. Y hay que lamentar que algunas de esas informaciones fraudulentas, a menudo constitutivas de estafas, las respaldan algunos médicos y muchísimos farmacéuticos sin conocimientos y/o escrúpulos, así como universidades peor que despistadas.

El problema mayor se debe a que no sólo se pone en peligro la salud de los emisores de los mensajes falaces, de quienes se los creen y de quienes dependen de ellos, sino también del resto de la población, que asimismo puede verse perjudicada. Pero, ¿no es suficiente con que prevalezca el derecho general a la salud exigiendo el seguimiento de las pautas sanitarias (obligación de vacunar, de ponerse mascarillas, etc.), si bien manteniendo el derecho de expresión para ponerlas en entredicho (y ponerse a sí mismos en ridículo)?

Las reflexiones y las dudas son similares en todos los casos de “desinformación” (bulos, etc.), cada día más agravada por el uso de las redes sociales y su abuso para manipular a las personas (lo veremos luego). La pandemia no ha traído un fenómeno nuevo de desinformación, pero lo ha amplificado, y por ello nos ha hecho más conscientes de la importancia de la transmisión libre de información veraz.

En el documento de ONUSIDA “Los Derechos Humanos en tiempos de COVID-19”, se nos ofrece esta respuesta a la pregunta anterior (negritas mías):

«Las personas tienen derecho a estar informadas y comprender los riesgos para la salud que enfrentan ellos y sus seres queridos. Las personas también tienen derecho a estar protegidas de información engañosa o falsa. En estos tiempos de noticias falsas y su rápida difusión en las redes sociales, los gobiernos, los medios de comunicación, las comunidades y el sector privado deben llevar a cabo esfuerzos para identificar y aclarar rápidamente la información falsa y engañosa.

Si bien las limitaciones temporales de los derechos pueden argumentarse en ciertas circunstancias, la experiencia en la epidemia del VIH ha demostrado que no existe una situación de salud pública que justifique limitar la libertad de expresión o el acceso a la información. Tenga en cuenta que esto no se extiende a las restricciones sobre la difusión de noticias falsas/información errónea, que no está protegida por las leyes de derechos humanos

Parece claro que se necesita una regulación. Sin embargo, ¿cómo y quiénes la establecerán sin limitar la libertad de expresión legítima? Recelamos de los Estados, pero también de los medios de comunicación, con sus propios intereses comerciales. Es evidente el daño que hacen mentiras y bulos, pero, usando una conocida expresión ilustrativa, cuidado con que al tirar el agua del baño no se nos vaya el niño con ella. Hay muchos intereses en que se vayan por el desagüe, junto con las mentiras flagrantes, ciertos “niños=mensajes incómodos”, es decir, en aprovechar la salud pública como coartada para restringir libertades, como la de expresión, más de lo imprescindible. Hay que vigilar, pues, que ningún Estado, y tampoco el español, aproveche la crisis para perpetuar limitaciones a las libertades individuales. António Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, en su Declaración del 23 de abril sobre la COVID-19 y los derechos humanos, ha alertado sobre el hecho de que la crisis económica, social y humana se está convirtiendo rápidamente en «una crisis de derechos humanos», y de que «la crisis puede servir de pretexto para adoptar medidas represivas con fines no relacionados con la pandemia».

Además, las medidas de necesidad deben ser, por definición, provisionales, pero la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, ha indicado que algunos «gobiernos parecen haber usado el COVID-19 como pretexto para vulnerar los derechos humanos, limitar libertades fundamentales, reducir el espacio cívico y socavar el Estado de Derecho». Por su parte, Reporteros sin Fronteras denunció a finales de junio que casi la mitad de países miembros de la ONU han dejado de respetar la libertad de prensa durante la pandemia, incluyendo a superpotencias mundiales –China, Rusia, India y Estados Unidos– y a grandes democracias europeas –Alemania, Italia–. Hablan de casos de censura, presión a los periodistas o castigos a los medios por publicar información contraria a los intereses de gobiernos, dotados de poderes extraordinarios por la pandemia del coronavirus. Siempre, con el pretexto de defender a los ciudadanos y proteger su seguridad. Amnistía Internacional está realizando denuncias similares.

¿Esto es ajeno a España?, ¿en España no cabe pensar en la existencia de censura? Parece difícil negar que la hay (con frecuencia, autocensura) sobre ciertos asuntos delicados, como la Casa Real, los crímenes del franquismo, los abusos y otras actividades irregulares de las Fuerzas Armadas, o el control económico y los intereses espurios de importantes medios de comunicación. En España tenemos, además, la llamada Ley Mordaza (la Ley de Seguridad Ciudadana de Mariano Rajoy), que el actual Gobierno prometió derogar, pero no sólo no lo ha hecho, sino que se ha valido ampliamente de ella con motivo de la pandemia. Que se lo digan al más de un millón de multados durante el confinamiento. Por otra parte, el Real Decreto Digital 14/2019 (RDL), aprobado en octubre 2019, amplió los poderes del Gobierno, a través del Ministerio de Economía, para intervenir las redes y las comunicaciones. Ese “Decretazo Digital” favorece la censura previa y el secuestro de contenidos en Internet por parte del Gobierno, poniendo en peligro la libertad de expresión y de información. Así lo han afirmado Amnistía Internacional y Article 19, dos organizaciones internacionales comprometidas con la defensa de la libertad de expresión.

¿La covid-19 nos pone firmes? Militarización coronavírica

Como ya tenemos confianza, les contaré un secreto: laicismo y militarismo no son buenos amigos. La militarización de una sociedad supone un evidente retroceso democrático y, para lo aquí tratado, una clara agresión a la libertad de conciencia de los ciudadanos; una conciencia que se somete a la retórica y los controles militares es una conciencia menos libre. Se atribuye a Groucho Mark que «la “inteligencia militar” es una contradicción en los términos», aunque yo diría que el conflicto más inquietante se produce entre “conciencia” y “militar”. La disciplina castrense no promueve precisamente el pensamiento crítico, sino más bien la obediencia ciega, que en buena medida exime de responsabilidad.

Lamentablemente, pero como era previsible, la deriva antidemocrática lesiva para la libertad de conciencia a propósito de la covid-19 se manifiesta también mediante una mayor militarización de la sociedad: un recorte de las libertades justificado a cambio de mayor seguridad. Encontramos militarismo cuando la disciplina social recomendable durante momentos sanitarios críticos se extiende más allá de lo necesario y más allá de la situación de emergencia a través de normas restrictivas de vigilancia y control. Y cuando los ejércitos ganan protagonismo en la dinámica de las naciones sin necesidad de conflictos bélicos. Los excesos militaristas han sido conspicuos en distintos países, como China, Brasil, El Salvador, y otros. ¿Y en España?

En nuestro país, un primer indicio alarmante ha sido que el despido de unos 39.000 sanitarios que se contrataron para la fase aguda de la pandemia haya coincidido, o se haya solapado, con el anuncio de la contratación de 7.000 nuevos militares. Pero ésta se producirá entre 2019 y 2024; es decir, se programó antes de la pandemia. A pesar de los recortes en gasto público educativo, sanitario, o de pensiones, rara vez se cuestionan seriamente los gastos militares; de hecho, en el mismo plazo anterior está prevista nada menos que su duplicación, y las protestas han sido mínimas. Hay que hablar de gastos militares reales, pues deben incluirse los “disfrazados”, a cargo de ministerios ajenos al de Defensa (para eso en éste son expertos en camuflaje). Por ejemplo, no se adjudican a Defensa importantes gastos de investigación científica de carácter militar (inquieta pensar en los objetivos militares de estas investigaciones, a veces, ay, con apoyo universitario). ¿Se aprovechará la pandemia para justificar un nuevo aumento del presupuesto de Defensa? Con este fin, al Gobierno le interesaría mostrar la importancia del Ejército en la respuesta a la crisis sanitaria.

Para empezar, parece que el argumento es que, ya que las Fuerzas Armadas están ahí, utilicémoslas para lo que haga falta. Podemos acordar que el mero recurso a ellas para combatir la pandemia puede estar justificado y no tratarse, en principio, de militarismo. Pero, veamos, ¿cómo es que el Ejército contaba con equipos y estructuras mejor preparados que la Sanidad pública?; ¿no se recurre a los militares debido a las carencias en ámbitos sanitarios o de protección civil, que serían los profesionales más indicados? Y ¿no se recurre a ellos en exceso? Cuando hemos visto en los medios a tantos militares combatiendo como “héroes” contra el virus, ¿no ha habido una profusión de propaganda en la que se ofrece una cara amable del Ejército, en funciones ajenas a lo suyo? A pesar de los esfuerzos mediáticos, siempre hay que vigilar que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado no se excedan en autoritarismo con la población, una tendencia habitual en ellas, que no en vano durante el franquismo se conocían popularmente como “fuerzas represivas” y que por desgracia, a pesar de un innegable avance, con algunas de sus actuaciones no han acabado de quitarse esta etiqueta.

Para reforzar la propaganda castrense, en las ruedas de prensa oficiales y televisadas durante el estado de alarma, se llegó a escenificar una, digamos, pornografía de uniformes y condecoraciones, que intimidaba (por no decir otra cosa). Más aún con el lenguaje bélico exhibido; durante una de las comparecencias de prensa del Gobierno, el Jefe del Estado Mayor de la Defensa, Miguel Ángel Villarroya, llegó a decir que la lucha contra el coronavirus «es una guerra de todos los españoles», y remató con que, desde su experiencia, en este momento de «contienda bélica», son muy importantes los «valores militares»: disciplina, espíritu de sacrificio y moral de victoria. Yo, que esforzadamente conseguí librarme de la mili, a punto estuve de ponerme firmes. Pero, como cantarían Paco Ibáñez y George Brassens, el discurso militar nunca me supo levantar, y asumí lo que escribió Ruth Toledano en un clarificador artículo: «no, yo no soy un soldado». Ni un policía.

Apartemos un momento la propaganda y recordemos características menos amables de nuestras Fuerzas Armadas y, por tanto, del Ministerio de Defensa. Nos encontramos unos gastos militares poco controlados y justificados, venta de armas sin importar demasiado la calaña despótica de los países compradores, abusos internos (sexuales y de otro tipo), machismo, abundancia de ultraderechistas, etc. Y ahora preocupa que la crisis covidiana dé pie a la exacerbación de algunas de esas características, en particular a un aumento de los gastos, con el argumento de que ya han visto, señoras y señores, lo esencial que es el Ejército incluso para labores de paz. Creo que lo que necesitamos es lo contrario: reducir gasto militar y reforzar la sanidad, la educación y otros servicios sociales públicos.

Al margen de lo estrictamente castrense, también se cae en cierta militarización cuando los gobernantes endurecen su lenguaje con mensajes culpabilizadores y amenazantes a los ciudadanos, reforzados de hecho por sanciones económicas (como vimos antes) que resultan duras para las personas de pocos recursos. Respecto a la culpabilización de la ciudadanía (o de ciertos sectores demasiado genéricos, como “los jóvenes”), ¿acaso va peor la pandemia en España que en la mayoría de países por la irresponsabilidad del personal?, ¿no será más bien por graves errores de las autoridades sanitarias y políticas (con todos los atenuantes y justificaciones que se quiera)? En ese lenguaje se justifica faltar un poquito, o mucho, a la verdad, para conseguir la obediencia ciudadana, la autojustificación y, de paso, la propia perpetuación en el poder. Tenemos multitud de ejemplos de errores, falsedades y ocultaciones de nuestros políticos en relación con la covid-19; han sido sonados y escandalosos los de la Comunidad de Madrid, pero han estado bastante extendidos por todo el país y por distintos partidos políticos, e irritan especialmente, por su alcance, los del Gobierno nacional. Ante la vuelta a las clases, ¿es aceptable que la ministra de educación diga, probablemente faltando a la verdad, que «no habrá espacio alternativo más seguro que la escuela», con el fin de tranquilizar a los padres y transmitirles la obligación –con amenazas de sanciones– de llevar a los niños al colegio? ¿No es más creíble la propia ministra cuando intenta convencer de que «los beneficios de ir a la escuela son superiores a los riesgos»? Por cierto, hablando de escuela y militarismo, habrá que cuidar de que la aplicación en ella de las normas sanitarias no derive en excesos disciplinares.

En general, ¿no se ha desconfiado demasiado de la responsabilidad ciudadana con una desproporción de autoritarismo sancionador? En realidad, no sorprenden mucho los deslices militaristas de nuestros representantes, pues el autoritarismo, la obediencia ciega, la carencia de capacidad argumentativa y de diálogo (reemplazada por la capacidad repetitiva de consignas y el recurso al miedo hacia el oponente-enemigo) y la falta de crítica interna caracterizan a los partidos políticos a los que pertenecen.

Otro ejemplo de “mentira necesaria” para forzar la obediencia lo proporcionó el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias Fernando Simón, que confesó haber mentido sobre las mascarillas con el fin de obtener la respuesta ciudadana requerida en ese momento (demostrando escasa confianza en la inteligencia y sensatez de la gente y perjudicando, no sabemos hasta qué punto, a quienes sí tenían mascarillas). Simón es habitualmente muy didáctico y ecuánime, pero algunas veces no tanto. Por cierto, puede ser un signo de dialéctica militarista que se le aprecie –en los medios y sobre todo en las redes sociales– o como un villano (del bando enemigo) o como un superhombre (del mío).

Por último, más allá del Ejército y los gobernantes, la militarización social se ha percibido –sobre todo en los momentos de mayor tensión– en un aumento de la vigilancia y la delación entre la ciudadanía, a menudo con exceso de celo (aquellos gritos desde los balcones…). ¿Es que ha poseído un sargento o un policía el cerebro de algunos?; humm, ¿no ha sentido alguno de estos días sobre su cabeza el peso de una gorra de plato azul sin llevarla, querido lector?

Conocimiento y control de nuestros gustos y actividades. ¿Hacia el hackeo cerebral?

La libertad de pensamiento y de conciencia ha sido amenazada tradicionalmente de manera muy burda, a base de palo y tentetieso sobre las acciones derivadas de esa libertad. Pero también se han manipulado las conciencias de formas más sutiles y directas; en países como el nuestro, sobre todo mediante el adoctrinamiento en la edad más vulnerable –la infancia–, acompañado de esa vigilancia obscena de la conciencia conocida como sacramento de la penitencia, es decir, la confesión, en la que deben salir a la luz nuestras más ocultas intimidades, incluidos los pensamientos y deseos. Por cierto, ¿cuándo se prohibirá el extremo atentado a las conciencias infantiles que suponen las primeras comuniones y, más aún, las primeras y posteriores confesiones?

Pero, ahora que afortunadamente están en decadencia esas prácticas, ya está aquí una nueva asechanza de control social, la de la vigilancia y manipulación de nuestros gustos y actividades, sin necesidad de confesión, gracias a las nuevas tecnologías de la información.

El seguimiento de nuestros pasos por internet y el seguimiento literal de nuestros pasos físicos, y de nuestras conversaciones, consentido por nosotros mismos mediante el empleo de inocentes apps que nos hacen la vida más placentera o fácil, están permitiendo que las empresas y los gobiernos puedan conocer con mucho detalle nuestras apetencias más y menos confesables. La defensa frente a la covid-19 ha tenido la virtud de avivar la conciencia sobre el problema, debido a la aparición de aplicaciones de rastreo de contagios de las que se teme que se podría abusar con fines espurios. Nos aseguran que no hay nada que temer de la app empleada en España, Covid Radar, de gran utilidad social y muy vigilada en ese sentido: los datos solamente se emplearán para propósitos de salud, con carácter temporal, de modo anónimo, y no serán reutilizados cuando acabe la crisis. Siendo así (no dejemos de estar atentos), mejor preocuparse por otras apps que instalamos y empleamos cada día sin que ofrezcan un beneficio tan claro ni estén tan controladas.

Como dice el historiador y escritor israelí Yuval Noah Harari en su Homo deus, pronto empresas y gobiernos conocerán nuestros gustos y deseos mejor que nosotros mismos, y podrán predecir en parte nuestros comportamientos. Si para la mayoría el “conócete a ti mismo” resulta cansado y aburrido, ahora será, además, innecesario. De hecho, ya vemos cómo se nos ofertan productos adaptados a nuestros anhelos, de momento de manera muy trivial; cuando ese conocimiento avance, también se progresará en la posibilidad de modificar nuestras apetencias y controlarlas. Harari nos avisa de que lo peor vendrá si llegan a informarse de lo que nos ocurre «bajo la piel» (obteniendo información biométrica –como frecuencia cardíaca y presión arterial– reveladora de nuestras emociones).

¿Dónde queda ahí la libertad de elección, el pensamiento libre? Es posible que el libre albedrío sea en último extremo una ilusión, pues estamos radicalmente (podríamos decir fisicoquímicamente) condicionados, e incluso el “yo” que supuestamente decide parece desvanecerse ante el análisis (a este respecto, tan nuclear, conviene no quedarse sólo en la posición negadora del libre albedrío de Harari, y leer también a autores como Julian Baggini (La trampa del ego) y Michael S. Gazzaniga (¿Quién manda aquí? El libre albedrío y la ciencia del cerebro)). Pero de lo que hablamos, o a lo que nos enfrentamos, es a unos controles de las conciencias individuales desde instancias esencialmente ajenas a ellas; o a esos yos. Conciencias y yos todo lo ficticios que quiera Harari, pero por los que merece la pena luchar, pues es lo más preciado que hay en una vida realmente humana. De aquellos controles somos, y aún más seremos, casi totalmente inconscientes, de modo que lo primero que se necesita es ser capaces de percibirlos; y lo segundo, mantener suficiente dignidad para que nos importe.

¿Cómo está afectando la pandemia a todo este asunto? Sencillamente, lo ha acelerado, para bien o para mal. Estamos más conectados que nunca y proporcionando más información personal que en cualquier tiempo anterior; la pérdida de privacidad no ha hecho más que empezar.

Sin duda surgirá la tentación de que estas herramientas, así como las restricciones de libertades justificadas por la pandemia, permanezcan cuando ésta finalice, so pretexto de nuevas amenazas contra la salud. Y nuestro miedo jugará a favor del control ajeno, de nuestra pérdida de autonomía. ¿No sacrificaremos parte de nuestra privacidad a cambio de seguridad y salud?; de hecho, ¿no la estamos sacrificando ya a cambio de orientación viaria o información personalizada? Harari y otros hablan de un pirateo o hackeo de nuestro cerebro. ¿A qué se verá reducida nuestra libertad de conciencia, hasta qué punto es posible esa libertad con una invasión y un cierto condicionamiento de nuestra intimidad, nuestras emociones y nuestras decisiones (comerciales y políticas para empezar, pero también más personales)? Habrá que estar especialmente vigilantes y activos en la defensa de nuestros derechos más fundamentales, empezando por el de la libertad de conciencia.

Síntesis con tesis

No tengo dudas de que nos rebelaríamos ante escenarios tipo 1984 y otras distopías similares, pero la realidad puede ser mucho más insidiosa y las agresiones poco perceptibles, y dejarnos sin capacidad de rebelión, sobre todo si vivimos de una manera irreflexiva. Si nos sentimos bien, incluso felices, ¿a qué preocuparnos por vagas sutilezas de gente rara?

¿Nos encaminamos hacia lo que podríamos llamar un deterioro general de la libertad de conciencia? Es arriesgado intentar predecir qué ocurrirá, pero, como hay motivos para preocuparse, más vale que estemos vigilantes contra todo tipo de control y manipulación del pensamiento, contra dogmatismos, confesionalismos y militarismos, contra la irracionalidad, el engaño y la posverdad. O, lo que es lo mismo, a favor del pensamiento insubordinado, manteniendo como un derecho fundamental de cada humano su libertad de conciencia y de expresión.

Debemos tener claro que no se combate una pandemia u otros graves problemas que nos acechan (como los derivados del cambio climático) limitando esas libertades y otros derechos humanos, sino con más y mejores medios sanitarios, más ciencia, y más y mejores políticas de prevención y de respuesta. Y, cada uno de nosotros, con más racionalidad, capacidad crítica y comportamiento consecuente. Pero también, y esto no es menos crucial, con una democracia participativa, laica y republicana, que extienda la igualdad, la justicia y la solidaridad.

(*) Juan Antonio Aguilera Mochón es profesor de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad de Granada. Miembro de Europa Laica, Círculo Escéptico y ARP-SAPC.