Después de más de dos semanas del suceso, en vano busco en la red un comentario de algún miembro del gobierno sobre el caso. Un profesor ha sido asesinado y el primer artículo que encuentro achaca el crimen a la incapacidad de los docentes por trasmitir pasión por el conocimiento. Tras continuar la búsqueda varias páginas en adelante, consigo encontrar un artículo en el que se nos habla del compañero muerto, donde nos dicen su nombre, su edad, en el que (por fin) aparece su rostro. El rostro de una persona por el que los medios tampoco se han interesado, ocupados en buscar el morbo fácil de las aficiones del autor del hecho, un niño de trece años que sí ha sido foco de todas las miradas y centro de la preocupación de los que no quieren ver cuál es de veras el problema.Las comparaciones son odiosas, pero en otros caso se hacen y aquí es necesario hacerlas, porque ayudan a descubrir la verdadera raíz del problema: cuando ocurre un atentado en cualquier lugar del mundo, el gobierno se apresura a dar explicaciones, como si fuera su responsabilidad que algún español hubiera perecido por estar presente en mal lugar y momento; cuando cae un soldado en acto de servicio se piden explicaciones en todas las instancias, a pesar de que la muerte sea, en este caso, un riesgo profesional. Y, por supuesto, el ministro de turno acude a dar el pésame y asiste a las exequias.El riesgo de morir no es inherente a la labor en las aulas. ¿O sí? En el menosprecio demostrado por las autoridades educativas a nuestro compañero, y con él a todos nosotros, podemos ver cómo puede ir incubándose el riesgo. La docencia es una profesión vapuleada, denostada, ninguneada por las declaraciones de los responsables de ministerios y consejerías, castigada a diario de maneras expresas o sutiles (privándonos de las pagas extra, exigiéndonos toneladas de inútil burocracia, aprobando desde los despachos a alumnos que de sobra han demostrado su incapacidad, imposibilitando expulsiones de alumnos manifiestamente disruptivos...). Mensajes que a diario se filtran a la calle, que proporcionan a muchas familias los argumentos para culpar y enfrentarse al profesor en lugar de corregir y educar a los hijos cuando estos fracasan o simplemente no cumplen sus expectativas en el sistema educativo.No ayuda que las autoridades y los padres trasmitan a los chicos y las chicas la idea de que el profesor es el enemigo y ellos están ahí para ponernos firmes, a sus órdenes. No ayudan los medios siguiéndoles el juego. Sumad a esto el poco valor que el esfuerzo, la coherencia, la honestidad y el amor al trabajo bien hecho tienen en nuestra sociedad ahora mismo (nuestros gobernantes, que deberían ser ejemplo de todas estas virtudes, lo son precisamente de todo lo contrario); sumad las nulas perspectivas de futuro que nuestros jóvenes enfrentan: el cóctel resultante hace que la vida en las aulas sea una lucha constante contra el desinterés, la apatía, la insolencia... Aun así, la vocación sigue siendo el motor de la mayoría de nosotros. Una vocación que hace que, a pesar de todos los obstáculos, busquemos cada día los recursos que nos permitan seguir trabajando con dignidad, consiguiendo que nuestros alumnos aprendan, y que disfruten haciéndolo. Porque este es el objetivo de nuestro trabajo, y el no conseguirlo debería ser nuestro único riesgo.Un saludo al héroe que nunca quiso ni debió serlo. A Abel Martínez. Así se llamaba nuestro compañero.