Hace tiempo que por toda Europa se alzan movimientos ciudadanos contra la destrucción de nuestras ciudades con la excusa del turismo. No se trata de una destrucción física, sino del aniquilamiento de un modo de vida y de la expulsión de quienes lo integran. A ese proceso se le llama turistificación y parece que contra él se están sumando últimamente incluso los sectores más conservadores de nuestra sociedad; ellos, indignados con las consecuencias de un turismo cada vez menos selecto.

Esta extraña alianza contra los excesos del turismo entre conservadores rancios y jovenzuelos de máster y rastas contra es, sin embargo, más aparente que real. Obedece a una coincidencia puntual de intereses, pero esconde profundas discrepancias en cuanto al modelo de sociedad.

Ahora los seguidores del Antonio Burgos de turno se quejan ya incluso contra los nuevos usuarios de hoteles de mucha estrella, que salen a la calle en chanclas y bañador. Esta derecha rancia protesta esencialmente contra el diferente. Se inventan falsas tradiciones y presentan como un auténtico modo de ser (la sevillanía, es su palabra arquetípica en la capital andaluza) lo que en verdad son aspiraciones mediocres de clase media pija con pretensiones. Se enfadan porque los turistas cuelgan su colada en los balcones de las zonas más elegantes de la ciudad... como si aquello fuera un barrio de la periferia. No soportan la democratización de los viajes y añoran la época en que admiraban envidiosos a los señores elegantes que nos visitaban de turismo.

Es cierto que con frecuencia cuando una persona se siente turista sufre una tendencia irrefrenable a vestirse de un modo del que nunca lo haría en su propia ciudad. Muchos compran para la ocasión pantalones de explorador, camisas floreadas, zapatillas de deporte coloridas y sombreritos baratos de rafia. Todo lo que contribuya a darle un cierto toque ridículo y evite que en sus excursiones lo confundan con un local. Pero esa imagen, ya tópica, y hasta simpática, del turista petimetre no justifica tanto rechazo social. Hay mucho de clasismo indisimulado en ese odio a quien no sigue las estrechas convenciones sociales de lo más granado de nuestra ciudad. En ese sentido el turismo puede llegar a ser algo liberador. A lo largo de la historia el turismo ha servido, y sigue sirviendo, como cuña para acabar con dictaduras y sistemas represivos. Para abrir las mentes de los casposos que se indignan con el destape o las chanclas.

Pero el auténtico peligro no son los turistas, ni siquiera las masas aborregadas de ellos. El problema son los empresarios locales que quieren aprovechar esa gallina de los huevos de oro que da dinero fácil y con poco esfuerzo. El riesgo para nuestras ciudades viene de los que explotan sin piedad al turista. Los que convierten cuchitriles en elegantes apartamentos turísticos; echan a los inquilinos de siempre porque rentan menos que las parejas de guiris inocentes que trae Airbnb; expulsan de sus locales a tascas o las mercerías de siempre para abrir establecimientos modernos de comida falsa creada para clientes que nunca repetirán.

La turistificación no la hacen los turistas, sino los empresarios locales e internacionales. Los mismos empresarios que se quejan del turismo barato, porque les deja pocas ganancias.

Nos encontramos con la paradoja de que los que escriben cartas al ABC quejándose de que ahora los turistas orinan en las esquinas o van sin camiseta por nuestras calles suelen ser propietarios de apartamentos ofertados por internet o de restaurantes de paella congelada. Su odio de clase esconde que son ellos mismos quienes están machacando nuestra ciudad. Los que despueblan el centro. Los que quieren convertir la parte monumental en un parque temático sin vida real, con el único requisito de que lo disfruten turistas elegantes y con dinero.

La turistificación no son gamberros por las calles ni calzoncillos puestos a secar en los balcones. No tiene que ver con eso que llaman turismo de calidad, sino con la sumisión de la ciudad al turismo. Con la destrucción de un modo de vida que no es el de los señores de puro y panamá que escriben las columnas de los diarios locales, sino el de los tenderos, las dependientas, las personas que se sentaban a la puerta de sus casas al terminar el día. La ciudad histórica es de los trabajadores y trabajadoras deslomados al final del día. De los cines de verano que se vendieron para especular con pisos. De las vendedoras de moñas de jazmín o los canasteros de almendras o cangrejos que malviven en las barriadas. Y los enemigos de esa ciudad auténtica no son los turistas, sino los rancios turistificadores, sumisos ante los visitantes adinerados e indignados con quien viaja para algo más que llenar sus arcas.

Si queremos salvar nuestras ciudades hay que compadecer al turista y odiar al empresario sin escrúpulos que se enriquece con ellos. El enemigo no son los guiris que tienden la colada en los balcones, sino los que se indignan con ellos porque les chafan el negocio. Y el negocio, lo que venden y destruyen, somos nosotras.