Nunca se había abusado tanto de las emociones y de los sentimientos, de invocar en vano a las personas, como lo hace hoy la publicidad y el discurso corporativo de las instituciones y las grandes empresas. Cada día aborrezco más los mensajes o los anuncios de bancos, eléctricas y operadoras de telecomunicaciones que dicen centrarse en las personas y en ayudarles a ser felices, mientras en su práctica diaria perjudican a millones de seres humanos y les hacen la vida más difícil.

La incoherencia y el cinismo se han adueñado de la conversación colectiva en los parlamentos, las redes sociales y hasta en las reuniones más informales en torno a la mesa de una terraza de bar. Se afirma una cosa y la contraria, se miente con descaro, sabiendo que las palabras serán atropelladas por las de otros interlocutores y no habrá consecuencia alguna. 

La paciencia y el respeto por las opiniones ajenas son ya vestigios del pasado. Lo que hoy se lleva es acelerar la velocidad de los mensajes de audio para escuchar a más gente en menos tiempo, aunque no nos enteremos de nada.

El ruido mediático contribuye a la confusión, a la empanada mental individual y colectiva. Los bancos que “ayudan a cumplir los sueños de los emprendedores rurales”, por ejemplo, y al mismo tiempo cierran la última oficina de su localidad. Las eléctricas hablan en sus anuncios de energía verde y producen videoclips grabados con drones sobre bosques frondosos, pero luego boicotean por debajo de la mesa la transición ecológica y nos dejan a oscuras sin el menor pudor. Las operadoras de telefonía dicen estar al servicio de las personas y de las familias, pero en la práctica ponen a un robot para desoír nuestras quejas hasta que terminamos por rendirnos. Son algunos botones de muestra del abultado catálogo de fechorías cotidianas que perpetran la mayoría de las grandes empresas multinacionales. 

En el contexto descrito no es de extrañar que aumente la brecha del malestar entre unas élites que solo empatizan con sus amiguetes, mientras que la inmensa mayoría social sufre sus expedientes de regulación de empleo, sus procesos de optimización de beneficios, sus adiciones a la especulación financiera con la bolsa, con los derechos de emisión de CO2 o con el más reciente timo de las criptomonedas.

Se ha polemizado mucho sobre la creciente desafección hacia las instituciones democráticas, pero muy poco sobre el soterrado malestar que se apodera cada día de millares de personas que ya no resisten más el engaño sistemático de las corporaciones empresariales.