Con toda la pompa y fanfarria, ciertamente cateta, ensayada durante años las autoridades andaluzas celebran estos días cuarenta años de comunidad autónoma. En plena crisis del Estado surgido de la Constitución de 1978, en el patio del Parlamento suena la melodía de un himno que nadie canta mientras izan una bandera demasiado reluciente. Poco después, nuestros políticos, con sus corbatas verdes como comerciales de una inmobiliaria se van a entregar las medallas y los honores de Andalucía a toreros, legionarios y señoritos a caballo.

Una celebración de opereta donde no hay nada que celebrar para el pueblo andaluz, organizada por los únicos que han sacado provecho de cuatro décadas de supuesto autogobierno.

La Andalucía de 2020 no está mucho mejor que la de 1980. La sociedad en general ha mejorado, porque afortunadamente la historia no avanza hacia atrás. Pero cualquier logro alcanzado estos años se ha logrado sin la ayuda de unos políticos “acangrejaos, que andan patrás” como supo ver Carlos Cano.

Las tasas andaluzas de riesgo de pobreza, de desempleo, de pobreza infantil, de abandono escolar y hasta de analfabetismo superan con mucho a las del resto de España. Cuarenta años después Andalucía sigue siendo tierra de miseria e inmigración. La esperanza de vida de un andaluz es muy inferior a la de un madrileño o un vasco. No hemos sido capaces de recortar la distancia con el resto del Estado en ninguno de los indicadores que marcan lo que supone una vida digna.

En diciembre de 1977 millones de andaluces y andaluzas se echaron a las calles para pedir autogobierno. El sueño de una Andalucía capaz de determinar y gestionar su propio futuro político parecía la llave que nos iba a sacar de la miseria. Cuarenta años después seguimos en el mismo sitio, aunque lo cierto es que eso del autogobierno tampoco se ha intentado de verdad.

En marzo de 1980, tras el referéndum de autonomía, Andalucía se convirtió en la única comunidad autónoma que alcanzó por la vía rápida prevista en la Constitución el máximo nivel de competencias y de autogobierno propio. Lo que aquellos días pareció una gran victoria, quizás ha sido nuestra gran derrota como pueblo.

Los grandes partidos españoles, que nunca han respetado la identidad propia de Andalucía, jamás apoyaron la masiva reivindicación popular por la autonomía. La entrada de nuestra tierra en el club de los territorios dispuestos a gozar de algo parecido a un Estado federal la utilizaron para inventarse lo del llamado “café para todos”: si entra Andalucía, entonces tiene que entrar todo el mundo. Usaron la voluntad de autogobierno andaluz para convertir en comunidad autónoma a provincias y territorios sin el más mínimo sentido identitario propio y en ese proceso descafeinaron el sentido constitucional de las Comunidades Autónomas, empezando por la nuestra.

Los sucesivos gobiernos andaluces desde 1980 no han hecho otra cosa más que quitarle peso político al autogobierno de Andalucía. Donde la Constitución preveía un sistema prácticamente federal, en el que las Comunidades podían tener un espacio amplio de decisión política propia, ellos han trabajado para que la política andaluza sea sólo un desarrollo de las decisiones que se toman en Madrid. Han ido descafeinando el sistema hasta el punto de que hoy en día Andalucía ni tiene, ni prácticamente ejerce, ninguna competencia política propia. La comunidad autónoma andaluza se ha convertido en una administración local descentralizada que gestiona decisiones superiores. El Parlamento andaluz se ha convertido en poco más que un pleno municipal o una diputación grande. Un lugar donde constantemente se tiran los trastos a la cabeza unos y otros pero en el que jamás se debaten modelos políticos para Andalucía. El momento cumbre en la historia de este Parlamento fue un día que tuvieron que interrumpir un pleno por un ataque de risa. Ese es, no nos engañemos, el nivel de debate político de Andalucía. En 2019 el Parlamento sólo aprobó una ley que no fuera presupuestaria: la de creación del colegio de terapeutas ocupacionales. En otros años se han aprobado normas de tanta trascendencia como la ley andaluza del voluntariado, la del cine o la de senderos. Muchas de las leyes andaluzas se aprueban por unanimidad, lo que da una buena perspectiva de su contenido político: el Parlamento andaluz no es el lugar donde se debaten de distintos modelos de Andalucía. Parece que los parlamentarios creen que su trabajo es de mera gestión administrativa.

Los que se reúnen en teatro Maestranza a entregar las máximas distinciones andaluzas a toreros, caballistas y bailaores -una celebración a la que sin duda estará invitado Juan Imedio, símbolo de la televisión pública educativa andaluza- no tienen ningún modelo político propio para Andalucía. En estos cuarenta años Andalucía no ha llegado a ser un sujeto político propio. Si los diputados ultraderechistas andaluces quieren acabar con la comunidad autónoma es, en parte, porque ésta sólo se ha usado como una administración burocrática dedicada a gestionar, sin espacio para la decisión propia.

Estos días parece que -al hilo de lo sucedido en Teruel, nada menos- algunos políticos de izquierda de pronto están preocupados por tener representación propia andaluza en el Parlamento de Madrid y mueven a todas horas coplillas carnavaleras andalucistas. No es ninguna locura, pero más urgente que eso y más coherente sería luchar por tener una política propia andaluza.

Afrontar la pobreza severa, el desempleo enraizado o el abandono escolar sólo se puede hacer desde Andalucía. Porque es evidente que en esos terrenos básicos para la gente tenemos un problema que no tiene nada, absolutamente nada, que ver con el del resto de España. Sin políticas andaluzas propias jamás vamos a salir de la miseria.

Mientras unas y otros siguen peleándose envueltos en sus banderas blanquiverdes institucionales, aquí en Andalucía tenemos nada que celebrar. El pueblo andaluz, cada 28 de febrero, debería vestirse de luto de la pena. Y en vez de llorar, a lo mejor deberíamos apedrear a estos políticos de oficio que sólo buscan su beneficio. Con sus medallitas y sus corbatas verdes.