El presidente andaluz Juan Manuel Moreno Bonilla no niega que adelantará las elecciones autonómicas que tocaban en diciembre de 2022, pero quiere retrasar cuanto sea posible ese adelanto para así preservar su compromiso de agotar la legislatura.

Cuanto más dure el mandato, más podrá Moreno alardear de presidente fiable que pone los intereses de los andaluces por encima de las urgencias partidistas. En política, la estabilidad es un valor seguro que los electores suelen premiar.

Aun así, junio parece la fecha más probable para abrir las urnas, en cuyo caso la disolución del Parlamento tendría lugar a lo largo del mes de abril o principios de mayo como muy tarde. Para entonces, Moreno ya tendrá sobre su mesa un dato de gran relevancia estratégica: el resultado de las elecciones en Castilla y León, donde su compañero de partido Alfonso Fernández Mañueco aspira a repetir la doble gesta de Isabel Díaz Ayuso el pasado 4 de mayo en Madrid: matar a Cs y neutralizar a Vox.

La lideresa popular laminó a los naranjas y se quedó a solo cuatro escaños de la mayoría absoluta, frustrando así las expectativas de Vox de entrar en el Gobierno de la Comunidad de Madrid. Los ultras no podían tensar la cuerda de la investidura de Ayuso: se limitaron a facilitarla, como han acabado facilitando también los presupuestos de 2022.

Madrid fue un jarro de agua helada sobre las fornidas espaldas de Santiago Abascal. ¿Lo será también Castilla y León, que vota el próximo 13 de febrero? Las encuestas presagian un avance significativo de Vox, pero también sitúan a Mañueco en el entorno de la mayoría absoluta. En cuanto a Cs, si logra representación en las Cortes de Valladolid, ello sería quizá señal de que Juan Marín no está tan desahuciado como creíamos.

Moreno tiene buenos motivos para estar al acecho a lo que suceda en Castilla y León. Un segundo jarro de agua fría sobre Abascal sería la mejor noticia para el presidente andaluz, pues contribuiría a desinflar el globo de Vox y a catapultar al PP, en sintonía con los planes de Pablo Casado, convencido de que a la victoria castellana le seguiría una victoria andaluza y que la conjunción de ambas lo llevarían a él en volandas a la Moncloa y restarían a la estrella madrileña buena parte de su molesto fulgor.

Pero Moreno no quiere ser Ayuso, quiere ser Feijóo. Se siente más cómodo transitando la senda de moderación del presidente gallego que no imitando el estilo chulapón y farolero de Ayuso. Moreno no tiene, ciertamente, hechuras de político populista, pero eso no significa que esté dispuesto a rechazar a la ultra Macarena Olona como futura vicepresidenta de la Junta de Andalucía si el PP queda lejos de los 55 escaños de la mayoría absoluta.

Todavía no es seguro que Olona encabece la candidatura de la extrema derecha, pero hoy por hoy parece la mejor situada. A Moreno le sobran razones para temerla: sus días de gloria como príncipe de la concordia y estandarte de la templanza estarían contados teniendo dentro de su Gobierno a alguien del perfil camorrista y radical de Olona.

Pero tampoco Vox las tiene todas consigo. Las encuestas presagian un cierto estancamiento en el entorno de los 12 diputados logrados en diciembre de 2018: si el PP se sitúa en 43, el margen de los ultras para ponerse exigentes quedaría muy mermado, y aún más mermado si Cs consiguiera los dos, tres o cuatro diputados que le atribuye el sondeo oficial de la Junta de Andalucía.

La Andalucía que encumbró a Vox en 2018 puede ser la que ahora certifique su declive. De nuevo, Castilla y León dará alguna pista al respecto si el resultado de Mañueco hiciera irrelevante a los ultras. Moreno teme a Olona, pero Olona también teme a Moreno. Ambos tienen razones para sentirse inquietos. Si Moreno se ve forzado a gobernar con Olona, adiós a su sueño de ser Feijóo; y si Olona no pilla plaza en San Telmo, adiós a su sueño de seguir siendo Olona.