El país afronta el 10 de noviembre las elecciones más raras de su historia democrática. No las más difíciles, ni las más excepcionales, ni las más controvertidas, ni las más arriesgadas, pero sí las más desconcertantes.

Tan desconcertantes como lo serían un par de jugadores de lotería que, habiendo conseguido el segundo y el tercer premio, decidieran gastar todo lo ganado no en mejorar su vida y la de sus familias, sino en adquirir papeletas para el siguiente sorteo con la esperanza de que les toque por fin el Gordo.

El 10-N vamos, pues, a un nuevo sorteo electoral cuya convocatoria saca de quicio a mucha gente. Las escasas probabilidades de que los afortunados del 28-A obtengan el 10-N un premio mucho más sustancioso tiene desconcertada a buena parte de la parroquia de la izquierda, que no cesa de devanarse los sesos intentando entender qué diablos está pasando.

La conversión paulina

Si las elecciones el 28-A estuvieron marcadas por la amenaza de Vox y el temor a que se repitiera en España el pacto de las tres derechas ensayado con éxito en Andalucía, los comicios del 10-N parecen orientados a la conquista del centro.

La pugna de abril entre los dos bloques por imponer su hegemonía en una batalla donde el centro estaba ausente se ha transfigurado de cara a noviembre en la pugna por ocupar el espacio de la moderación, la sobriedad y la prudencia.

Desinflado, al menos en apariencia, el otrora hinchado globo de Vox, los primeros compases de la precampaña muestran a un nuevo Pablo Casado que, al no sentirse ya amenazado por Abascal y los suyos, mira con codicia el zurrón de 4,1 millones de votos pescados por Albert Rivera el abril.

Desdibujados los perfiles liberales y herida de muerte la vocación de transversalidad del partido naranja, en Génova 13 piensan que es una buena idea la conversión del Pablo Casado faltón y populista del 28-A a un Pablo Casado institucional y sin aristas, un Casado capaz de persuadir con sus nuevos ropajes apostólicos a la franja conservadora de votantes de Ciudadanos.

Pedro Pescador

Algo parecido, pero por otras razones, opinan en Ferraz. Sueñan con arrebatarle el 10-N a Ciudadanos un millón de votos, aunque para ello necesitan hacer olvidar a sus electores que el ‘quitasueños morado' ha venido siendo su socio preferente –en realidad, el único– para investir a Pedro Sánchez.

¿Volverá a serlo tras las elecciones? Nadie lo sabe: el conglomerado Moncloa/Ferraz no parece haber descartado a Ciudadanos como futuro socio tras el 10-N si el batacazo naranja es lo suficientemente violento como para convencer a Rivera de que su volantazo antisocialista fue un error.

En su entrevista del jueves en La Sexta, el presidente en funciones se empleó a fondo en desacreditar con pareja intensidad a Pablo Iglesias y a Albert Rivera, persuadido seguramente de que en los caladeros morados no le queda nada por pescar pero, en cambio, los naranjas están rebosantes de desencantados pececillos deseosos de picar el ahora moderado anzuelo socialista.

Y también en lo territorial Pedro ha virado hacia el centro. Sus actuales ataques al independentismo catalán eran imposibles hace solo unos meses e inimaginables hace solo un año.

¿Sueña el presidente con un escenario donde ya no necesite ese escaño 176 que sí necesitaba tras el 28-A no para ser investido pero sí para aprobar la de los Presupuestos y otras leyes importantes? Hay quien piensa que esa habría sido la verdadera razón de Sánchez para no pactar con Iglesias y que, superado ese obstáculo el 10-N, tras las elecciones el acuerdo entre ambos será coser y cantar.

El 10-N, PSOE y Ciudadanos se enfrentan a su campaña más comprometida: el primero porque necesita mejorar significativamente su resultado y el segundo porque necesita que el suyo no empeore todo lo que las encuestas dicen que va a empeorar.

Para Ferraz, la gran incógnita es si de aquí al 10 de noviembre se les pasará el enfado a los votantes que la noche del 28 de abril no dudaron ni por un momento que PSOE y Unidas Podemos llegarían a un acuerdo. Lo ocurrido finalmente era tan imprevisto y resulta tan desconcertante, que es difícil pronosticar cuál será la reacción de esos votantes socialistas desencantados.

Lo más probable, dicen los expertos, es que la mayoría de ellos vuelvan a votar a Pedro; no lo harán, sin embargo, aquellos en cuyos corazones la repetición electoral haya inoculado el veneno del resentimiento.

La vida de Pablo

¿Y Podemos? Los morados se conforman, claro está, con quedarse como estaban. En principio, su narración de lo sucedido tiene debilidades pero se antoja más verosímil que el relato esbozado por Ferraz, excesivamente vertebrado en torno a argumentos preventivos según los cuales la presencia primero de Iglesias y luego de cualquier otro dirigente de Podemos en el Gobierno habría sido poco menos que un arma de destrucción masiva.

A Sánchez le costará no poco explicar a su electorado más escéptico por qué habría sido una temeridad sentar en el Consejo de Ministros a los peligrosos tipos a quienes él mismo ofreció… sentarse en el Consejo de Ministros. Por fortuna para el PSOE, el porcentaje de electores quisquillosos a quienes preocupan estas minucias es presumiblemente bastante bajo.

Pero tampoco Iglesias ha salido bien parado en esta historia. No supo ver que el 28-A frenó la caída pronosticada por las encuestas porque un porcentaje no mayoritario pero sí significativo de votantes no le dieron su voto, sino que se lo prestaron, confiados en que lo administraría debidamente: para esos electores, no lo ha hecho y le harán pagar por ello.

El empeño obsesivo de Pablo en poner todos los huevos en la cesta del Gobierno de coalición, y de hacerlo por razones en apariencia más orgánicas que patrióticas, ha llevado a su líder al angosto callejón donde ahora se encuentra, acusado de haber puesto el propósito de ‘mejorar su propia vida’ por delante de aquel otro de ‘mejorar la vida de la gente’, noble bandera de las izquierdas que la repetición electoral ha dejado hecha jirones.