El nombre del director francés Philippe Lioret apenas dirá nada a una gran mayoría de espectadores. Tampoco se encuentra dentro del interés de la crítica, salvo, quizá y de manera muy leve, Welcome (2009), curiosamente una de sus producciones menos convincentes pero que poseía una temática político-social que hacía de ella apta para ser comentada, aunque el fuerte de Lioret, en realidad, se encuentre en otros parámetros narrativos como demuestran las interesantes Mademoiselle (2001) o El extraño (2004), la magnífica Je vais bien, ne t’en fais (2006) o la notable Toutes nos envíes (2011). El hijo de Jean, que conecta en muchos aspectos con Je vais bien, ne t’en fais no tanto a nivel argumental como formal y de acercamiento a los sucesos y a los personajes, es hasta la fecha quizá su película más completa y, en general, una muy buena película.

Mathieu (Pierre Deladonchamps) es un parisino de treinta y tantos, separado y con un hijo, que ha crecido sin saber quién es su padre biológico. Un día, recibe la noticia de que éste, Jean, canadiense, ha fallecido. Llama un desconocido amigo de Jean, quien dice tener algo para Mathieu que le ha dejado su padre y tiene que enviárselo. Pero antes de esperar, decide marchar a Montreal en donde se encontrará con Pierre (Gabriel Arcand), quien, en efecto, tiene un paquete para él que, sin embargo, es menos importante para Mathieu que conocer algo más de su padre, de sus ‘hermanos'.

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El hijo de Jean se presenta como un drama familiar de búsqueda, de reconocimiento, que Lioret va desarrollando con pausa, con gran sutileza a la hora de ir trazando una visión sobre los acontecimientos y los personajes en la que importa tanto aquello que vemos en la superficie narrativa como lo que va quedando a su alrededor, esbozado con la suficiente agudeza como para que se perciba que su interés es ir más allá de lo planteado de manera más clara, más abierta. A modo de investigación, con una medida tensión íntima y emocional que hace de la película una suerte de thriller íntimo y personal, El hijo de Jean avanza con un ritmo prodigioso, con las mínimas detenciones en el itinerario, jugando con una parcela temporal medida –la llegada de Jean a Canadá para un par días- en la que poco a poco vamos entendiendo la verdad, aquella que pudo haber sido ignorada por Mathieu en caso de no haber ido en busca de las huellas de su padre.

Al igual que en Je vais bien, ne t’en fais, la verdad se hace evidente al espectador con rapidez, pero no así para Matheu,  aunque es  algo poco importante, dado que lo relevante es el proceso, la construcción del relato y como conduce al personaje por la constatación de que esos hermanos que nunca tuvo y que cree que puede tener, en realidad, no son lo que quiere. Porque no hay nada en ellos con lo que consiga identificarse, porque son extraños en toda la extensión de la palabra. Poco a poco va concibiendo que su identidad siempre ha estado mermada, pero que aun así ha construido una, ajeno a la forma paterna que siempre le fue negada. Porque El hijo de Jean gira alrededor de las relaciones paterno-filiales, también sobre la figura materna, además, de forma realmente interesante en su planteamiento transversal a través de la figura de Carine (Romane Portail).

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Lioret atiende no solo al texto argumental, sino que marca el desarrollo narrativo y emocional de la película, de gran contención, a través de los tiempos muertos, de las miradas y de los gestos, dejando que todo el contenido sentimental vaya aflorando desde una puesta en escena construida a partir de un formalismo que busca la distancia de las imágenes para, cuando se produce el acercamiento de la cámara a los personajes, poseer un significado preciso y no ser un simple recurso formal sin más. Porque Lioret cuida cada plano, tanto aquello que sucede a primera vista como lo que vemos, incluso a veces solo escuchamos, en el fondo, creando de esa manera un correlato bajo la aparente sencillez de la puesta en escena, logrando en las secuencias finales que la emoción surja de lo cotidiano, del detalle, de unas miradas tan directas como indirectas.

El hijo de Jean supone, así, el breve itinerario de un hombre que buscando completar aquello que siempre le había faltado, logra encontrarlo pero no en la manera en que pensaba hacerlo. Hay en la película de Lioret la sensación de estar ante una obra en la que apenas sucede nada y, sin embargo, en apenas dos días de acción argumental, se concentra las vidas de los personajes. Una propuesta que debería atenderse y considerarse a pesar de estar dirigida por un director que cotiza en los ambientes críticos y cinéfilos, quizá, por no ambicionar un estatus autoral de prestigio y conformarse con la realización de lo que, en realidad, es importante, las películas.