Si se atiende de forma superficial a Blue Valentine y Cruce de destinos, las dos películas anteriores de Derek Cianfrance, quizá La luz entre los océanos pueda parecer un giro radical del director al trasladarse a los años veinte del siglo XX alejándose de los paisajes contemporáneos, aunque diferentes entre sí, de sus dos anteriores películas. Sin embargo, el propio director se ha encargado de la adaptación de la novela de M.L.Stedman, lo cual denota, a priori, que se trata de un proyecto personal, algo que, a pesar de la irregularidad de la película, se percibe en su resultado, el cual entronca bastante con sus obras previas.

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Porque tanto Blue Valentine como Cruce de destinos eran sendos melodramas, más quizá el primero que el segundo, alrededor de unos personajes que, con diferentes motivaciones, estaban marcados por un sentimiento de culpa que en La luz entre los océanos se extrema más si cabe debido a que Cianfrance, aunque no lo parezca, vuelve a trabajar la imagen y la narración a partir de una motivación experimental, en este caso alrededor del melodrama más puro bajo la coartada de la película de época de prestigio. Es decir, buena producción actores de renombre, y un acabado limpio que, sin embargo, esconde una historia dura y sombría bajo la magnífica y lumínica fotografía de Adam Arkapaw. El problema de la película quizá resida en que Cianfrance no ha sabido trabajar todo el material que tenía entre manos con convicción, creando un conjunto no del todo homogéneo.

La luz entre los oceános se inscribe dentro de esa magnífica tendencia actual de un cierto neoclasicismo que más que repetir o imitar los modelos cinematográficos del pasado busca dialogar con ellos, buscar en las construcciones visuales pretéritas un camino para la imagen presente. Es sencillo ver la película de Cianfrance del modo opuesto, como una película fuera de época –de modo peyorativo- y con una sensibilidad ajena a la nuestra, esto es, despacharla con rapidez sin atender a cómo el director, con mayor o menor acierto, a lo largo del metraje pretende imprimir un ritmo visual, mediante las imágenes, a la narración creando un relato que va más allá de la propia historia, introduciendo un componente emocional mediante la puesta en escena. No funciona en todo momento, y hay pasajes que quedan, sobre todo en la parte central de la película, algo deslucidos frente al resto. Sin embargo, la épica interna de las imágenes, que nace de su construcción tanto a recuperación de una idea de gran cine, en concreto, de un sentido del melodrama más allá de lo real en el que todo aquello que ocurre tan solo puede considerarse dentro de unos contornos ficcionales en los que, quizá, no cabe preguntarse sobre su verosimilitud. Interesa tanto la emoción interna como su eclosión externa, cómo visualmente va desarrollando la evolución de los personajes.

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Un relato sobre la culpa y la redención en un marco melodramático que tiene, al final, un cierre de gran belleza en cuanto a su mirada, y a su puesta en escena, acerca del paso del tiempo, acerca de la herencia que queda. Pero antes, Cianfrance ha tenido la ambición de lanzarse al vacío con una película preciosista pero no vacua, con unas imágenes cuidadas y elaboradas, en busca de retrotraer una forma de hacer y de entender el cine para buscar su adecuación en la actualidad. El experimento no ha salido todo lo redondo que podría esperarse, como tampoco Michael Fassbender y Alicia Vikander logran estar en todo momento como es de esperar. Y sin embargo La luz entre los océanos es algo más que un simple melodrama sin conexión con la actualidad