Qué pena, aumenta año tras año el número de jóvenes que desconoce el cocido: no saben qué es. No es de extrañar, el plato de comida diaria en la práctica totalidad de las casas de la España agrícola, y más allá, hace unas décadas se fue desvaneciendo en la medida que nos hacíamos urbanos. Era la comida del pobre, y la España del desarrollismo de los setenta y la muy florida de los noventa, no quisieron sostener esa antigualla alimenticia que recordaba postración y atraso.

El garbanzal dejó de plantarse, y Fuentesaúco, el templo zamorano del venerable gabriel, dejó de exportar garbanzos hasta quedarse sólo en depositario de su memoria. No existen garbanzos de Fuentesaúco, como no encontraremos angulas de Aguinaga y almejas de Arcade, aunque  por razones diferentes.

Claro que los cocidos españoles en sus múltiples variantes no han muerto del todo, a pesar del acoso de la modernidad urbana y la invasión de comidas harinosas: pastas y pizzas y las inundaciones de arroces que nos llegan desde las tierras del monzón. Resisten apostados en los lugares más angostos que imaginemos, de la misma manera que aguanta el lobo ibérico; al igual que el cánido silvestre trata de regresar a sus antiguos territorios, ayudado por ecologistas, ambientalistas y una nueva conciencia de lo natural,  nuestro cocido se deja ver impulsado por nuevos cocineros que se resisten a dar por perdido un plato tan excepcional como emocionantes fueron las plazas , iglesias, casonas a los que dio olor, sabor y fuerza durante siglos y se perdieron para siempre. Hablamos de los millares de pueblos, parroquias, aldeas y pedanías derruidas y desoladas cubiertas por la yedra y los cardales.

El invierno es su estación de honor. El decaimiento de ánimo y humor que trae la estación, así como el frio, nos llevan instintivamente hasta él como perrillos atraídos por el olor. A partir de noviembre y hasta que las primavera no relanza de nuevo, numerosos restaurantes urbanos dedican un día a la semana ¡y algunos hasta tres! para ofrecer cocido madrileño, escudella catalana, cocido gallego y montañés, valenciano o la berza gaditana; pero también las fabadas y alubiadas de Tolosa, la Granja, el Barco… hacen las delicias de bandadas de amigos entrados en edad (o simplemente jubilados).

Algunos críticos sostienen que el cocido, con sus variantes locales por centenares, junto con el pan de trigo, el aceite de oliva y el ajo, son quienes nos identifican como españoles, pues somos (¿o quizás fuimos?) sus devotos. Pero todo ello es cosa de aficionados a la historia y colgados de la nostalgia. Lo único cierto y actualísimo es que en los últimos tres o cuatro años  un puñado de españoles muy diferentes a los de hace medio siglo, tratan de replicar los mismos cocidos que comieron sus abuelos: el gallego, que es cerdo troceado con garbanzos; el madrileño de los tres vuelcos: sopa, verduras y garbanzos, carnes y compangos; la escudella catalana con sus butifarras y la riquísima pilota (parecida a las más pequeñas pelotas del cocido valenciano), o la berza gaditana de un sólo vuelco, pues todos sus componentes: berza, legumbres, carne de cerdo y derivados se sirven al mismo tiempo.

Estos son quizás los más conocidos, junto al exagerado cocido maragato, pero cada región, provincia, comarca y hasta comedor tiene la especificidad y singularidad que lo diferencia. Por ejemplo, los cocidos de la baja Extremadura y gran parte de la Andalucía agraria del interior son caldosos y se comen con cuchara, como también se procede con los abundantes gazpachos o las liquidas ensaladas siempre aliñadas con dosis exactas, casi alquímicas, de aceite vinagre y sal. ¡Y es qué el cocido en tiempo de siega tiene que estar muy bien hidratado!

El mejor cocido, claro, es el que se come en casa, pero el más excesivo y pantagruélico que conozco lo sirven el restaurante El Charolés de San Lorenzo del Escorial (y también el del restaurante Viridiana de Madrid, pero este es para sibaritas, seres especialísimos y muy raros). No conozco familia, grupo de devoradores o pelotón de legionarios que haya podido terminar las raciones que allí endilgan. Después de la sopa (un pozal fantástico de fabulosos e intensos olores), te atizan hasta 15 vuelcos de variadas berzas, huesos cortos y largos, con y sin tuétano, gallina vieja y nueva, tocino fresco de papada y antiguo de barriga, y así hasta agotarte y dar por bien empleados los 60 euracos que te exige tal festín. Y vino, mucho vino, tanto que todas las mesas no dejan de reír todo el tiempo.