Cada verano, el sur de España se convierte en el epicentro de uno de los mayores movimientos migratorios del Mediterráneo. La Operación Paso del Estrecho (OPE) moviliza a millones de personas —en su mayoría marroquíes residentes en Europa— que cruzan el Estrecho de Gibraltar para reencontrarse con sus familias al otro lado del mar. Pero más allá de la logística y el turismo, esta travesía revela mucho sobre nuestras fronteras, las políticas migratorias, y el vínculo humano que une a Europa y el norte de África.
Una frontera viva: el Estrecho como arteria entre continentes
El Estrecho de Gibraltar no es solo una franja de mar que separa dos masas de tierra; es una frontera viva, cargada de historia, tensiones y esperanza. Con apenas 14 kilómetros en su punto más estrecho, conecta dos continentes y múltiples realidades. Europa mira al sur con una mezcla de necesidad económica y miedo político; África mira al norte con un deseo persistente de conexión, trabajo y futuro.
Este corredor marítimo no solo es geoestratégico por razones comerciales y militares, sino que también encarna el flujo constante de personas, bienes y culturas. Desde Algeciras y Tarifa, en la costa andaluza, hasta Tánger y Ceuta, el movimiento es continuo y multifacético: turistas, transportistas, migrantes, familias enteras cargadas de equipaje y expectativas.
La Operación Paso del Estrecho: cifras, coordinación y retos
La OPE 2025 arrancó oficialmente a mediados de junio y se extenderá hasta septiembre. Se estima que más de 3,3 millones de pasajeros y 780.000 vehículos participarán en esta operación, lo que representa un ligero aumento respecto al año anterior, consolidando una tendencia al alza tras la pandemia.
La coordinación entre autoridades españolas y marroquíes es clave. Puertos como Algeciras, Tarifa, Málaga o Motril refuerzan plantillas y dispositivos para garantizar la fluidez del tránsito. Pero es la ruta Algeciras-Tánger Med, operada por navieras como FRS, una de las más críticas: solo en 2024 absorbió cerca del 50% del tráfico total durante la OPE. La duración del trayecto —menos de dos horas— la convierte en la preferida por quienes viajan desde Francia, Bélgica, Alemania o incluso Escandinavia rumbo a Marruecos.
El desafío no es solo de volumen, sino de sincronización. Autoridades portuarias, fuerzas de seguridad, servicios sanitarios, ONGs y voluntarios trabajan en red para evitar colapsos, especialmente durante los fines de semana de máxima afluencia. Sin embargo, el margen de error es estrecho: cualquier retraso, huelga o incidente meteorológico puede provocar largas esperas, tensión y malestar.
Viajar en verano: un fenómeno social y familiar
Para muchos, este no es un simple desplazamiento. Es una migración temporal cargada de afecto, nostalgia y deber familiar. Cada coche que embarca va repleto de maletas, regalos, electrodomésticos, bicicletas infantiles y comida casera. Pero también lleva historias, identidades múltiples y una conexión emocional profunda con el país de origen.
El perfil más común del viajero es el de una familia marroquí residente en Europa, con hijos nacidos fuera del país, que aprovecha las vacaciones escolares para regresar “al bled” (el pueblo). Este viaje representa mucho más que un reencuentro: es una afirmación de pertenencia, una renovación de lazos familiares y culturales. Para los padres, es volver a casa; para los hijos, es entender sus raíces. Para ambos, es una travesía emocional.
Además, en muchos casos, este regreso implica también un acto de solidaridad: remesas, ayuda directa a familiares, inversiones en propiedades o negocios locales. Es una diáspora que no se desconecta, sino que mantiene viva la relación con el país de origen.
Infraestructuras, derechos y humanidad en la frontera
El dispositivo logístico de la OPE está pensado para hacer frente a un tránsito masivo, pero puntual. Por eso el contraste con el resto del año es evidente. En verano, los puertos se llenan de carpas, servicios de atención, traductores, asistencia médica, puntos de agua y alimentación. Todo funciona —más o menos— con eficiencia. Hay incluso pantallas que informan en árabe y francés.
Pero fuera de esta ventana estival, el trato a las personas migrantes en esta misma frontera es muy distinto. Quienes cruzan sin papeles, quienes buscan asilo o quienes son interceptados en pateras no reciben la misma atención ni los mismos recursos. En este sentido, la OPE deja al descubierto una paradoja: hay una logística muy eficaz para quien puede pagar un billete, y muchas barreras estructurales para quien huye por necesidad.
También se abre el debate sobre los derechos de los pasajeros. En años anteriores se han denunciado largas esperas sin sombra ni agua, fallos en la comunicación portuaria, o discriminaciones en el embarque. Aunque se han hecho mejoras, aún queda camino por recorrer para que el tránsito sea realmente digno para todos.
Más allá del viaje: lo que revela la OPE sobre nuestra relación con el sur global
La Operación Paso del Estrecho es una prueba de estrés para las infraestructuras, sí. Pero también es un espejo de cómo gestionamos nuestras fronteras, nuestros vínculos y nuestras contradicciones. Permite observar cómo se materializa, cada verano, una de las relaciones más complejas del sur global con Europa: una relación basada en la movilidad, la dependencia mutua, pero también en la desigualdad.
Mientras millones de europeos cruzan fronteras sin mostrar pasaporte, millones de africanos necesitan visados, controles exhaustivos y permisos para pisar el mismo territorio. En este contexto, la OPE no es solo una operación logística, sino un recordatorio de que el derecho a la movilidad sigue siendo profundamente desigual.
También revela la resiliencia y la organización de una diáspora que, lejos de desintegrarse, mantiene vivos sus lazos culturales, sociales y económicos. La imagen de un ferry lleno de familias rumbo al Magreb no es solo una postal de verano: es la manifestación de una realidad transnacional que cuestiona las categorías fijas de “origen” y “destino”.
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