La elección de Rafael Louzán como nuevo presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) no es solo un desafío a la regeneración que tanto necesita el fútbol español; es una declaración abierta de que la transparencia importa poco o nada en los despachos del balompié nacional. Lejos de suponer un punto de inflexión tras los escándalos de los últimos años, este nombramiento confirma que el lodazal de la RFEF sigue intacto y que el sistema permanece impasible ante cualquier llamado a la limpieza.
Con un respaldo mayoritario de la Asamblea, Louzán, presidente de la Real Federación Gallega de Fútbol (RFGF), derrotó al valenciano Salvador Gomar en una votación que ni siquiera Berlanga o Gila hubieran firmado. El gallego logró 90 votos frente a los 43 de su rival, consolidando un favoritismo que ya se anticipaba, pese a que sobre él pesa una condena por prevaricación. Una condición que, lejos de suponer cualquier tipo de hándicap, dentro del mundo del fútbol español parece ser una suerte de pedigrí para llegar a cotas altas. En otras palabras, el hecho de que un candidato con una sentencia de este calibre haya logrado imponerse evidencia la crisis de valores que arrastra la institución.
Durante su etapa al frente de la Diputación Provincial de Pontevedra, Louzán fue condenado por un pago irregular de 93.000 euros para remodelar un estadio de Moraña. Aunque el Tribunal Supremo ha admitido a trámite un recurso que podría absolverlo, la sombra de la inhabilitación planea sobre su mandato. No obstante, la Asamblea de la RFEF, con el apoyo de los barones territoriales y el beneplácito de figuras como Javier Tebas, ha preferido mirar hacia otro lado. Un ejemplo más de cómo los intereses particulares y los pactos entre bastidores prevalecen sobre la ética y la transparencia.
Louzán ha llegado a la presidencia con la misma narrativa que utilizaron sus antecesores. Todos inhabilitados. Pero la verdadera cuestión no es tanto el respaldo que ha obtenido, sino qué dice esto sobre quienes le han votado. ¿Es realmente esta Asamblea la representación digna del fútbol español? ¿Cómo puede un organismo que aspira a organizar el Mundial 2030 junto a Marruecos y Portugal permitirse seguir sumido en esta incertidumbre reputacional? Más grave aún es la sensación de que la RFEF parece estar riéndose de todo el mundo, actuando como si estuviera por encima del bien y del mal. Se aferran a la idea de que su poder es absoluto, ignorando las críticas y los llamamientos a una gestión más transparente y ejemplar.
El Consejo Superior de Deportes (CSD), encabezado por José Manuel Rodríguez Uribes, ya ha manifestado su disconformidad y estudia elevar una denuncia al Tribunal Administrativo del Deporte (TAD). La orden ministerial y los estatutos de la RFEF son claros: para formar parte de los órganos de gobierno federativos, no se puede estar inhabilitado para desempeñar cargos públicos. Louzán, en cambio, ha sorteado este obstáculo con una interpretación discutible de la normativa, lo que no hace sino incrementar la inseguridad jurídica y la tensión institucional.
En este proceso electoral tampoco ha faltado la comedia. Sergio Merchán, presidente de la Federación Extremeña, se retiró de la contienda apenas hora y media antes de la votación, dejando el camino libre para Louzán. Su candidatura, que había surgido como una opción “de paja” para impedir que Gomar sumara los avales necesarios, pone de manifiesto hasta qué punto el proceso electoral de la RFEF ha sido un despropósito. Una pantomima que ofrece una visión deplorable del funcionamiento interno de la Federación.
El nombramiento de Louzán no solo perpetúa el modelo de oscurantismo que ha caracterizado a la RFEF en las últimas décadas, sino que también refuerza la sensación de que el fútbol español está condenado a tropezar una y otra vez con la misma piedra.
Todo esto sucede, además, en un contexto global donde el fútbol está en un momento de máximo escrutinio. El modelo está empezando a mostrar síntomas de agotamiento: el exceso de partidos, el calendario saturado, y la creciente desafección de los aficionados son solo algunas señales de alarma. A esto se suma la proliferación de los petrodólares, el sportwashing que ha convertido a equipos y competiciones en herramientas políticas, y la brutal mercantilización que privilegia el negocio sobre el espectáculo. El fútbol se encuentra en una encrucijada y las instituciones que lo gobiernan, como la RFEF, deben decidir si optan por el marketing y el dinero rápido o si, por el contrario, protegen a los aficionados y recuperan la esencia del deporte.
Se supone que el fútbol español debería estar en pleno proceso de regeneración, intentando dejar atrás el bochorno internacional que supuso el escándalo de Rubiales. En cambio, ha elegido reafirmar la opacidad y la falta de compromiso con la limpieza institucional. La oportunidad de ejecutar un examen de conciencia ha sido desaprovechada. Louzán, con su victoria, representa la continuidad de un sistema que parece incapaz de cambiar. Y mientras la justicia no se pronuncie el próximo mes de febrero, la Federación sigue al borde del precipicio.
El mensaje es claro: en el fútbol español, la transparencia sigue siendo un concepto secundario, justo cuando el deporte necesita más que nunca dar un golpe de timón.