* Artículo de Lola López Mondéjar 

La polémica sobre qué hacer con las obras de los autores cuya vida ha sido contraria a cualquier forma de moralidad socialmente compartida, o su moralidad ha sido compartida en su tiempo, pero históricamente censurada años después, está candente. Tomemos como ejemplo a Céline y su apoyo explícito al nazismo, y la negativa de Gallimard de reeditar su panfleto antisemita hace unos meses; la retirada de Kevin Spacey de la sexta temporada de House of cards, o las críticas a Woody Allen, cuestionando su obra por su pederastia. Entre otros.

La polémica ha sido puesta en el centro de la agenda por el movimiento #Metoo y en enero de este mismo año, Claire Dederer publicó en The Paris Review un artículo que luego reprodujo El País, ¿Qué hacer con las obras de los hombres monstruosos? Donde no llegaba a conclusión alguna. 

Sin embargo, en mi opinión la pregunta tiene una respuesta clara.

Cuando concebí mi novela Cada noche, cada noche como un diálogo crítico, abierto y explícito con Lolita, de Vladimir Nabokov, lo hice desde la convicción de que la literatura es un río en cuyas aguas se vierte cada obra para que insemine a otras que la canibalizan, la metabolizan, la fagocitan o la destruyen, en un diálogo interminable y fructífero. Ninguna novela es definitiva y únicamente de su autor o autora; todas forman parte de la historia. De ahí que mi posición sobre la lectura o no de una obra atendiendo a su contenido moral sea claramente en contra de la censura, pero también, ampliamente a favor de una interpretación atenta y crítica, poco complaciente con lo que la historia dijo en su momento de la obra, capaz de revisitar una obra y reinterpretarla.

La recepción de Lolita fue perniciosa, pues se interpretó el rapto y la violación de un adulto a una niña como un acto de amor incitado por esta, cuyo carácter pretendidamente seductor dio lugar a un arquetipo: las lolitas, que, según el diccionario de la RAE significa: “De Lolita, personaje de la novela homónima de V. Nabokov, 1899-1977. 1. f. Adolescente seductora y provocativa”. El mercado y la película de Kubrick se ocuparon de difundir esta interpretación ajena a la novela, donde, realmente, y como reza el título de la mía, “cada noche”, la niña lloraba apenas creía dormido a su raptor. El propio Nabokov se manifestó siempre contrario a esta popularización inapropiada del contenido de la obra. Para el autor, Lolita era una niña inocente en la que Humbert proyecta sus deseos.

A pesar de sus objeciones, las portadas del libro repitieron hasta la saciedad el estereotipo de la niña seductora. Pero el diálogo de la novela con el tiempo, con la creciente conciencia feminista que apunta a la génesis de los significados, ha ganado la batalla, y la nueva portada de Anagrama, editorial que publica la novela en español, reproduce la imagen de una niña atravesada por una cuerda de juguete, una niña objeto-juguete- mariposa, víctima y no inductora del abuso.

Hace unos meses me sometí a una prueba: quería constatar cuál era mi posición respecto a los artistas/hombres monstruosos, no solo desde una posición racional, sino uniendo la experiencia vivida al pensamiento. Para hacerlo asistí en París a un homenaje que la Cinémathèque ofrecía a Roman Polanski. Quería ver qué experimentaba físicamente en presencia de un violador cuya obra admiraba. Durante las citas previas de Polanski con los aficionados franceses, las feministas de Femen boicotearon su aparición pública con sus protestas. Comprendía a las jóvenes activistas que criticaban que un organismo público homenajease a un violador convicto con dinero de todos. Y también comprendía la respuesta oficial de la institución: “Fiel a sus valores y a su tradición de independencia, la Cinemateca no aspira a sustituir a la justicia […]. No entregamos ni recompensas ni certificados de buena conducta. Nuestra ambición es otra: mostrar la totalidad de obras de los cineastas y colocarlos en el flujo de una historia permanente del cine”, afirmaron en un comunicado, firmado por su presidente, el cineasta griego Costa-Gavras, y su director, Frédéric Bonnaud, quien presentó posteriormente a Polanski.

¿Qué pensaba yo al respecto? Estoy decididamente a favor de la libertad de expresión en el arte, y decididamente en contra del abuso sexual, por lo que mi posición al respecto era, todavía, endeble.

El boicot de Femen no impidió que más de mil personas llenásemos el auditorio donde Polanski ofrecería su masterclass un lluvioso sábado por la tarde. Tras la proyección de El escritor (The ghost writer, 2010), y apenas se encendieron las luces, el monstruo subió al escenario: un pequeño hombre anciano que, amparado en su poder, había abusado sexualmente de una niña, no sabemos de cuántas más. Me mantuve inmóvil mientras el auditorio aplaudía de pie, pero no pude permanecer así durante mucho tiempo. Admiraba profundamente a ese creador. Miré a mi hija, sentada a mi lado, y ella, adivinando mis contradicciones, dijo:

– ¡Nos ha dado tanto! Aplauden por todo lo que nos ha dado.

Me levanté y aplaudí. Sentía que detestaba a ese hombre anciano, que merecía todo mi desprecio, pero que aplaudía al artista; que esta era mi posición, mi ética. Y que mi desprecio no me servía para negar la magnitud de su contribución al cine sino a cambio de negarme a mí misma. La Cinematéque hace bien proyectando la filmografía de este monstruo, me dije, porque lo que muestra es su obra, es decir, lo mejor que esta deleznable criatura humana, moralmente censurable, ha dejado a los demás hombres. Del resto, de sus delitos, se ocupa la justicia.

No me sentí menos feminista por pensar/sentir así. Las cosas no están casi nunca claras. Sigamos, pues, complicándolas.

García Márquez ha escrito una de las novelas que más he disfrutado en mi vida: El amor en los tiempos del cólera. En ella, como en Memorias de mis putas tristes, un hombre nonagenario abusa reiteradamente de una niña virgen. Otro premio Nobel, J.M. Coetzee, ha comentado este hecho en García Márquez según Coetzee, 

En ningún caso se ocupan, ni él ni García Márquez, del dolor de la niña, a quien, como suele suceder (véase Lolita) atribuyen como resultado del abuso el enamoramiento de su violador. ¿Hemos de dejar de considerar por ello Cien años de soledad, o El amor en los tiempos del cólera, como dos grandes obras de la literatura?, ¿Dejaremos por ello de leer Desgracia?

Suspendamos la respuesta fácil y sigamos entrando en matices.

Mi admiración por Simone de Beauvoir es enorme, su contribución a la comprensión del patriarcado y de la sumisión de la mujer es tan elocuente que la lectura de El segundo sexo nos sorprende al constatar cómo muchos de sus asertos han pasado a ser patrimonio común: ella ha construido nuestro imaginario de igualdad tan profundamente que sus afirmaciones parecen ya nuestras. ¿Qué más se le puede pedir a una obra?

Sin embargo, cuando Bianca Lambin tenía dieciséis años y la conoció en su liceo como la profesora de filosofía a quien admiraba, Simone la sedujo y la convirtió en su amante primero, en la de Sartre después. Bianca lo ha descrito en Mémoires d´une jeune fille dérangée, decepcionada al ver cómo se refería la pareja Sartre- Beauvoir a ella en sus Cartas y en sus diarios, aparecidos en 1990.

¿Hemos de dejar de considerar a ambos filósofos como los grandes maestros del pensamiento del siglo XX que son a causa de su reconocida afición –y de su defensa explícita de la pederastia– a los/ las amantes menores de edad?, ¿anula su comportamiento sexual, común por otro lado en una época donde la libertad sexual se justificaba y se usaba como arma revolucionaria, la grandeza de sus aportaciones? En mi opinión, el pensamiento de uno y otro permanece inmortal.

Contrastar la obra con la vida de los creadores se hace necesario para aumentar nuestra comprensión de lo que somos, de lo que decimos que somos, de cuál es la resultante entre una cosa y otra, pero la censura moral de los actos de los autores no debería acabar censurando sus obras sino generando más pensamiento crítico, apuntando a las contradicciones, a los claroscuros que nos muestran, para comprender mejor así todas las facetas de lo humano.

Somos seres imperfectos, nuestro verdadero problema estriba en nuestra tendencia a la idealización, a la sacralización; en nuestra infantil costumbre de elevar a los altares a los artistas, a los hombres y mujeres célebres, y concebir una naturaleza humana en blanco y negro, simplificada, y no plena de zonas en penumbra, de inquietantes ambivalencias que nos llenan de contradicciones. En este momento en que nos encontramos, donde la realidad se complejiza y la tentación hacia el totalitarismo censor se hace evidente en todos los foros, quizás haya llegado la hora de encender las luces de la razón, de aceptar la complejidad de los claroscuros, de entrar en los matices, en las temibles, difíciles y odiadas ambivalencias que tanto nos perturban… y aprender a pensar en libertad.

Lola López Mondéjar es psicoanalista, escritora y autora de Lazos de sangre (Páginas de espuma), o Cada noche, cada noche (Siruela)