Desde el tren que asciende hacia la sierra, la cruz emerge entre los pliegues de la montaña. No es un símbolo neutro. Tiene el peso de un pasado que no termina de pasar y la sombra de una memoria que aún no se ha dicho en voz alta. Hace solo unos días quedó atrás el 20N, y el 22 de noviembre volvió a celebrarse en la entrada del Valle de Cuelgamuros una concentración que, desde hace casi dos décadas, reclama su transformación en un espacio de verdad y justicia. Esa persistencia ciudadana contrasta con la sorpresa con la que hemos conocido —una vez más por la prensa y no por una comunicación institucional transparente— los detalles del proyecto ganador para la llamada “resignificación” del recinto.

El concurso internacional ha culminado en una propuesta titulada La base y la cruz, que promete abrir itinerarios nuevos, instalar centros de interpretación y trazar una gran grieta en la explanada. Mientras algunos titulares destacan sus “virtudes artísticas”, no deja de ser significativo que, después de tanta espera, tanto dolor acumulado y tantas demandas de las familias de las víctimas, lo que se subraye sea la calidad estética del gesto arquitectónico. El problema no es la arquitectura —que puede, por supuesto, ser vehículo de memoria— sino suplantarla por la memoria misma. No es un titular lo que falta aquí, sino profundidad democrática.

Sabemos quién integró el jurado: profesionales de la arquitectura, miembros de Patrimonio Nacional, representantes del Ministerio de Vivienda y la Iglesia. Pero también sabemos quién no estuvo: ni asociaciones memorialistas, ni expertos en violencia política, ni historiadores y arqueólogos del trabajo forzado, ni familiares de las miles de personas que yacen allí sin nombre, ni vecinos de San Lorenzo y El Escorial, cuya relación con la montaña lleva décadas marcada por un muro físico y simbólico. Estas ausencias no son anecdóticas: definen el tipo de mirada desde el que se ha decidido qué hacer con uno de los espacios más cargados de sentido histórico del país.

Y, sin embargo, para resignificar algo, lo primero es comprender —y reconocer— lo que ha significado. Cuelgamuros no es un lugar vacío que pueda llenarse de un nuevo relato como quien repinta una pared. Es un dispositivo de memoria construido deliberadamente para exaltar una victoria militar y para inscribir en piedra y granito un orden político basado en la derrota del enemigo, la represión y el silencio. Su monumentalidad no fue un exceso artístico, sino un mensaje ideológico: las cúpulas, los frescos, la colosal cruz que domina la sierra, todo ello forma parte de un programa simbólico cuyo corazón es la basílica. Y por eso, desde luego, no entrar en ella es un error: no se puede dejar intacto el núcleo del sentido del monumento y pretender que la memoria cambie modificando únicamente el envoltorio.

Lo que sabemos de la propuesta ganadora insiste en metáforas. Una grieta que atraviesa la explanada pretende referirse a la fractura histórica. Pero, en un país que sigue agitándose entre las dos Españas, recurrir a esa imagen como eje de un proyecto público parece un gesto desacompasado. En palabras que vale la pena recordar: cuando un monumento ha concentrado tanta violencia simbólica, no hacen falta metáforas. Hace falta la cruda verdad.

Esa verdad comienza por reconocer que el valle fue construido por miles de presos políticos sometidos a trabajos forzados. Que allí se enterró sin permiso a familias cuyos descendientes aún esperan noticias. Que las criptas siguen guardando identidades por reconstruir. Y que la montaña en la que se inserta el conjunto, esa montaña que durante tantos años no ha pertenecido plenamente a las gentes de San Lorenzo y El Escorial, no puede ser tratada como un simple soporte escénico. Resignificar —si esa es la palabra— debería significar devolver a la ciudadanía un espacio natural y simbólico arrebatado, abrir senderos, permitir el acceso libre al monte, liberar el territorio y el relato que lo ha mantenido cautivo.

La experiencia reciente debería servirnos de advertencia. Basta recordar Carabanchel: otro coloso de la posguerra levantado con mano de obra penitenciaria. Su demolición fue un acto de memoricidio que hoy pesa como deuda. Ahora es oficialmente un Lugar de Memoria Democrática, pero aún aguarda un uso digno. Mientras se diseña una nueva maqueta para Cuelgamuros, quedan trabajos pendientes en toda España: fosas por abrir, nombres por identificar, espacios por recuperar, familias que esperan dignidad y respuesta. La memoria democrática es un proyecto inacabado que no puede resolverse con arquitectura sin historia.

Por eso el debate no es —no debería ser nunca— si la grieta es estética o si la plataforma será más o menos visitable. El debate es qué relato queremos transmitir sobre el país que fuimos y sobre el país que aspiramos a ser. Los monumentos no son objetos neutrales: son artefactos vivos que moldean la memoria colectiva y deciden a quién se reconoce, a quién se escucha y a quién se hace desaparecer del relato común. Resignificar no puede reducirse a instalar un museo dentro de un mausoleo, sino replantear el sentido profundo del espacio público y de sus símbolos.

Cuelgamuros necesita aire, necesita rigor, necesita verdad y participación. Necesita dejar de ser un decorado. La resignificación es una oportunidad histórica, pero solo lo será si se hace con quienes han luchado por ella durante décadas. Si no, la grieta no estará en la explanada, sino en la confianza ciudadana.

Alicia Torija López, diputada por Más Madrid en la Asamblea de Madrid
Gerardo Centeno García-Rodrigo, escritor

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