A la izquierda, sus casos de corrupción la avergüenzan; a la derecha, unas veces la enfurecen y otras la inquietan, pero rara vez la avergüenzan: lo que suele sonrojarla no es el delito sino más bien la incompetencia del delincuente por haberse dejado pillar. En la derecha no piensan que el novio y el hermano de la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso sean unos sinvergüenzas por haberse enriquecido intermediando en la compra de mascarillas gracias a sus contactos políticos: lo que piensan es que esas cosas hay que hacerlas mejor; a la derecha no le incomoda la falta de ética de Tomás Díaz Ayuso o Alberto González Amador: lo que le molesta es su falta de profesionalidad. 

Embolsarse en plena pandemia una comisión de 234.000 euros por gestionar la venta de mascarillas a la Comunidad que preside tu hermana no tiene para la derecha contraindicaciones éticas dignas de mención; lo que resulta imperdonable es haber hecho las cosas tan torpemente como para crearle un problema político a la presidenta de Madrid y lideresa in pectore de las derechas españolas. 

Defraudar a Hacienda 350.951 euros presentando facturas falsas para eludir el pago de impuestos por los beneficios millonarios obtenidos en comisiones por contratos de mascarillas en plena pandemia tampoco merece para nuestros conservadores mayores reparos de orden ético: lo que les causa sonrojo a la par que tristeza es ver cómo un joven de tan buena planta y tan dinámico y emprendedor como Alberto González Amador no tomara las precauciones adecuadas para proteger su actividad económica de la lupa inquisitorial de la Agencia Tributaria, y eso sin entrar en la consideración de que mal puede prosperar país si el Gobierno se dedica a imponer trabas burocráticas y tributos confiscatorios a sus hombres de negocios más audaces y resueltos. 

Mejor tener amigos que tener escrúpulos

La derecha suele tener menos escrúpulos que la izquierda pero muchos más amigos entre los periodistas, los abogados y los jueces. Por eso tantas veces sale bien parada en casos penalmente tan comprometidos que ningún ciudadano de a pie dudaría en condenar. Que en las diferentes causas de corrupción abiertas en torno al caso Bárcenas, a la financiación ilegal del PP y a los abultadísimos sobresueldos pagados sus dirigentes no se haya sentado en el banquillo ningún Aznar, ningún Rajoy, ningún Arenas o ninguna Cospedal indica tanto un sofisticado nivel de profesionalidad como una tupida red de relaciones al más alto nivel en el mundo mediático y judicial. De hecho, solo en casos muy contados se ha visto la derecha en la necesidad de cortar por lo sano acudiendo a métodos tan impropios de personas de bien como encargar el asalto al domicilio de su tesorero o la destrucción de un ordenador a martillazos. Por fortuna, casi siempre es posible resolver las cosas entre caballeros, discretamente y sin necesidad de recurrir a subcontratas que, ni aun fichando a los mejores del mercado, están completamente exentas de riesgo.

En el caso del presunto delincuente fiscal Alberto González Amador no está siendo fácil para periodistas, abogados y jefes y subjefes de gabinete de la presidenta madrileña justificar el fraude y blanquear la conducta del arrojado emprendedor, y de ahí que hayan acudido a una antigua táctica que en el pasado se demostró muy efectiva y que, básicamente, consiste en retirar el foco del investigado para ponerlo en los investigadores. Han querido convertir el caso del defraudador primero en el caso del fiscal que lo acusa, después en el caso de los periodistas que lo investigan y finalmente en el caso del Gobierno que habría jaqueado los correos de su abogado. ¿Prosperará alguno de ellos? ¿Se convertirá –como parecen propugnar el Colegio de Abogados de Madrid y el Consejo de la Abogacía– el caso Amador en el caso Fiscalía, del mismo modo que el caso Tomás Díaz Ayuso acabó convirtiéndose en el caso Pablo Casado? 

El primer precedente

Los lectores más veteranos recordarán el primer gran precedente en este tipo de estrategias mediático-judiciales. Cuando a principios de los noventa saltó el caso Naseiro, también de financiación ilegal del Partido Popular, los medios de la derecha, con el ABC de Luis María Anson a la cabeza, lo bautizaron como caso Manglano, por el nombre del juez que supuestamente había armado una causa sin fundamento alguno, solo para perjudicar a aquel refundado PP del que José María Aznar ejercía la presidencia desde hacía apenas un año.

Como evidenciaron las conversaciones telefónicas entre los implicados, no había duda alguna de la trama de corrupción en la que, para financiar al PP y sacar tajada para casa, participaban el tesorero del partido Rosendo Naseiro, el concejal popular de Valencia Salvador Palop, el diputado nacional del mismo partido Ángel Sanchís, el vicesecretario general del PP Arturo Moreno y el por entonces desconocido Eduardo Zaplana.

‘El caso Naseiro se convierte en el caso Manglano’, titulaba ABC el 19 de junio de 1992 haciéndose eco de la decisión del Supremo de anular las escuchas que involucraban a los corruptos porque habían sido ordenadas en el contexto de un caso de tráfico de drogas y no de la trama descubierta casualmente a raíz de las conversaciones grabadas por orden del juez Luis Manglano. Lo importante, lo escandaloso no era el delito, sino la mala técnica jurídica utilizada para perseguirlo. La derecha mediática se alineaba con los delincuentes. El error del instructor Manglano acabó con el caso, pero el caso no acabó con Zaplana, para cuya carrera política no supuso obstáculo alguno su implicación en la trama corrupta: “Me tengo que hacer rico porque estoy arruinado”, dijo en una de sus conversaciones con Palop.

Vinieron los sarracenos…

En democracia, la viabilidad efectiva de las denuncias se sostiene en tres patas: la judicial, la mediática y la política. De hecho, no pocas veces las querellas son un fracaso judicial pero un rotundo triunfo mediático y, por tanto, político. Mónica Oltra lo sabe bien. Y dado que los puestos clave donde se decide qué juristas promocionan en su carrera están en manos de personas afines a la derecha, un juez o un fiscal tienen que pensárselo mucho antes de denunciar o abrir una causa que pueda perjudicar directamente a personas importantes del Partido Popular. El juez Ricardo de Prada lo sabe bien. 

Es obvio que la derecha cuenta con más jueces, fiscales, abogados y periodistas que simpatizan con su causa; si son o no mejores y más listos que los que simpatizan con la izquierda es difícil saberlo, puesto que siempre cabrá sospechar que las victorias de aquellos bien pudieran obedecer, como adivinó el clásico, al mero hecho de ser más numerosos: ‘Vinieron los sarracenos/ y nos molieron a palos,/ que Dios ayuda a los malos/ cuando son más que los buenos’.

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