Puede que Felipe González no quiera que el Partido Socialista pierda las elecciones el próximo día 23, pero tampoco parece dispuesto a hacer nada para que las gane. Su actitud reservona y esquiva con respecto a Pedro Sánchez debido a sus malas compañías parlamentarias, que el expresidente considera letales, contrasta con la generosa determinación de José Luis Rodríguez Zapatero, decidido a hacer cuanto esté en su mano para favorecer un segundo mandato de su partido al frente del Gobierno de España.

Lo inquietante del silencio mineral de González es que parece indicar que para el histórico dirigente pesa más la inconveniencia y aun el peligro de los aliados de Sánchez que la brillante hoja de servicios prestados al país por el Gobierno de coalición y enmarcados en la más ortodoxa e impecable agenda socialdemócrata. Felipe seguramente considera que el precio pagado por materializar dicha agenda ha sido demasiado alto y lo será aún más en el futuro, tanto para el Partido Socialista como para el propio país. Hasta hoy mismo, los hechos no le dan la razón, si se exceptúan las modificaciones ad hominen del Código Penal para suavizar la carga penal de los dirigentes independentistas catalanes juzgados a cuenta del procés.

Listas y listos

Esta semana ha habido cierto ruido por un artículo de González defendiendo lo que en realidad siempre defendió: que los dos grandes partidos se pongan de acuerdo en permitir que gobierne la lista más votada “cuando no haya otra opción”. En 2016 no la había porque en el Partido Socialista de entonces era mayoritario el rechazo visceral a aliarse con separatistas y podemitas; no así en el Partido Socialista de solo dos años después, con Sánchez ejerciendo un hiperliderazgo de hechuras fuertemente personalistas que el PSOE no había conocido desde los tiempos que en Felipe González era Dios.

La sugerencia de Felipe no entorpecer la investidura del candidato más votado no es disparatada, únicamente es inoportuna al haber sido difundida en este momento y por un ex secretario general socialista de la envergadura de González. Inoportuna por partida doble: porque todas las encuestas auguran que el PP será la lista más votada y porque Alberto Núñez Feijóo apela a dicho mantra en todos sus discursos, y no tanto por considerar tal opción un precepto democrático moralmente insoslayable como por sembrar la vil semilla de la ilegitimidad de un futuro Gobierno presidido por quien quedara segundo y no primero en los comicios de julio. Lo que al parecer ha de ser ley para España no lo es para Extremadura ni lo fue en 2018 para Andalucía.

El Felipe de antaño, aquel al que sus compañeros de partido llamaban Dios, nunca habría hecho a sus adversarios de la derecha un regalo argumental tan valioso en plena campaña electoral, sobre todo considerando que entre un 6 y un 10 por ciento de antiguos votantes socialistas se proponen votar al PP. Sería injusto incluir al propio González en ese porcentaje de desertores, pero no lo es reprocharle que no haya parado a medir las consecuencias de un pronunciamiento que favorece objetivamente las expectativas electorales de la derecha. Si alguien puede ayudar a que el PSOE recupere a esos votantes es precisamente González, que goza de especial predicamento entre ellos.

Palabra de Dios

Aun así, lo importante no es el artículo de González, sino su silencio en campaña. Al igual que el activismo antisachista de un Alfonso Guerra, su inhibición confirma que en el corazón del Partido Socialista existe una herida que solo podrán cauterizar, por un parte, un nuevo mandato gubernamental y, por otra, el regreso del catalanismo histórico al ‘seny’ abruptamente abandonado en la segunda década de este siglo.  

Ciertamente, cabe argumentar que nadie tiene derecho a exigir a Felipe que comulgue con ruedas de molino defendiendo las políticas de Pedro Sánchez, pero entonces habrá que concluir que González teme más un nuevo Gobierno de coalición de las izquierdas con apoyos independentistas que un Gobierno del Partido Popular y Vox.

Destacados socialistas pertenecientes a su misma generación política, como los andaluces Manuel Gracia, Manuel Pezzi o Manuel Chaves o los exministros José María Maravall, Joaquín Almunia o Carlos Solchaga comparten seguramente no pocos de los recelos de González sobre Sánchez, pero ello no les ha impedido salir en su defensa. Puede que se equivoquen, sin duda, al fin y al cabo ellos no son ni fueron nunca Dios. Y puede también que al Dios Felipe le esté sucediendo lo que al Dios bíblico, que quizá siga existiendo pero cada vez hay menos gente que le echa cuentas.