Como las liebres que, deslumbradas por los faros de un automóvil al cruzar de noche la carretera, quedan paralizadas por el pánico o la sorpresa en medio de la calzada y esos segundos de inmovilidad les cuesta la vida, los dirigentes del Partido Popular se han quedado como petrificados por el fulgor potentísimo de una extrema derecha que ya ha entrado en el Gobierno de Castilla y León, espera hacerlo en junio en el de Andalucía y dentro de siete días puede conquistar palacio del Elíseo. Un victoria de Marine Le Pen podría tener en España el mismo efecto de arrastre que tuvo la de Donald Trump en Estados Unidos en 2106.

El próximo domingo 24 de abril los franceses están llamados a la segunda vuelta de unas presidenciales que pueden otorgar a una dirigente política antieuropea la más alta magistratura del principal país europeo junto a Alemania. Como todos los populistas del continente, Marine Le Pen quiere más Nación y menos Europa, más cruces y menos velos, más blancos y menos negros, más seguridad y menos libertad, más machos y menos maricones, más carbono y menos ecología, más policías y menos impuestos…

Las dos formaciones francesas equivalentes al PP y al PSOE -Los Republicanos y el PSF- han quedado fuera de la carrera, pero han pedido a sus seguidores que en la segunda vuelta del domingo voten al centrista Emmanuel Macron frente a la nacionalpopulista Marine Le Pen.

Si en España hubiera una competición electoral parecida con Pedro Sánchez en el papel de Macron y Santiago Abascal en el de Le Pen, ¿qué haría el presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo? ¿Pediría a los votantes del Partido Popular, ya fuera de la carrera presidencial, que apoyaran a un candidato de impecables credenciales democráticas pero de adscripción socialista antes que a un Abascal de dudosa lealtad al credo de la democracia liberal pero sin duda preferido por la mayoría de votantes del PP?

Si hiciéramos la pregunta sobre Isabel Díaz Ayuso y no sobre Alberto Núñez Feijóo, la respuesta sería inequívoca, aunque, por otra parte, es poco probable un escenario electoral donde la presidenta madrileña no fuera ella misma la candidata de la extrema derecha. La trayectoria política de Feijóo sí autoriza, en cambio, a pensar que el presidente gallego pediría el voto antes para Sánchez que para Abascal.

Mas no es ésta -todavía- la encrucijada a la que se enfrenta el sistema político español, donde el PP aventaja con claridad a Vox, si bien tendrá que revalidar su hegemonía dentro de apenas un par de meses en Andalucía. Los sondeos sitúan a Juan Manuel Moreno como ganador indiscutible, aunque necesitado de Vox para ser de nuevo presidente. La encrucijada española es cómo gestionar la irrupción de la extrema derecha o, dicho de otro modo, cómo frenar a Vox. Contrariamente a lo que sugiere o da a entender el discurso oficial del Partido Socialista, el dilema no es exclusivamente de Génova sino también de Ferraz.

Abascal quiere una España parecida a la Hungría de Viktor Orbán o a la Polonia de Jaroslaw Kaczynski, y esa España sería más enemiga del PSOE de Sánchez que del PP de Feijóo. Por eso resulta tan sorprendente la frivolidad socialista de ponerse de perfil ante la pujanza de Vox, como si dicha pujanza fuera un problema del Partido Popular y solo del Partido Popular y no, como efectivamente es, un problema del país como tal.

Aunque cuando se conocieron los resultados de Castilla y León que tanto favorecían a Vox Sánchez planteó lo que aparentemente era una mano tendida al PP para que no se echara en manos de los ultras, en realidad su gesto fue más un órdago que una proposición: si Alfonso Fernández Mañueco quería contar con la abstención socialista para no depender de Vox en Castilla y León, dijo Sánchez, el PP debía romper “para siempre y en todos los territorios” con la extrema derecha.

El PP tiene un problema con Vox, ciertamente, pero es un problema de la misma naturaleza que aquel planteado de modo tan célebre por el pastor luterano Martin Niemöler: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, ya que yo no era comunista; cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, ya que no era socialdemócrata”, etc., etc. Cuando los ultras vinieron a por la derecha, guardé silencio porque yo no era de derechas, etc., etc.

Como diría Javier Krahe, el PSOE no guardar silencio, pero hablar con lengua de serpiente. Ferraz parece pretender que todo el precio de frenar a Vox lo pague el PP. El ventajismo es demasiado transparente como para convencer a nadie, y menos a un Partido Popular muy consciente de que el electorado que todavía no se le ha ido a Vox es mucho más anti Pedro Sánchez que anti Santiago Abascal. El precio del cordón sanitario a Vox habría que pagarlo a escote.

Cosa bien distinta es saber si la mejor manera de frenar a la extrema derecha es aislarla con un cordón democrático. Nadie lo sabe. Como nadie sabe de qué manera habría que gestionar unos gobiernos inicialmente sostenidos en la mera abstención de su principal adversario. Una vez que se ha dejado fuera a Vox, pongamos por caso que aplicando la norma, tímidamente resucitada por Feijóo, de dejar gobernar al partido más votado, ¿qué hacer durante los cuatro años siguientes? Comprometida pregunta.

Contestarla es difícil pero solo puede hacerse colectivamente, sin ventajismos ni dobleces, con espíritu de generosidad democrática y de cooperación nacional: pensando, por una vez y sin que sirva de precedente, no como un secretario general sino como un pastor luterano.