Con ocasión del anuncio de la supresión del delito de sedición, el PP le ha robado el discurso y la voz a Vox. Los populares han puesto en circulación su argumentario de una forma tan veloz y en unos términos tan desmesurados que todo lo que hubiera podido decir Vox ya está dicho por los de Génova. La palabra mágica es traición. 

De nuevo un presidente socialista está traicionando a alguien: Zapatero ya traicionó a los muertos cuando acabó con ETA, pero Pedro Sánchez le aventaja en el podio de enemigos de la patria porque él ya lleva en su cuenta personal al menos dos traiciones, la cometida “contra la Transición y contra el socialismo de Felipe González” al aprobar la nueva Ley de Memoria Democrática y la cometida estos días contra España misma al anunciar que suprimirá el delito de sedición.

Traidores y traicionados

Con la traición viene a pasar en España un poco lo que pasaba con la envidia según la interpretación que de esta hacía Rafael Sánchez Ferlosio, para quien el nuestro no era tanto un país de envidiosos como un país de envidiados, de gente convencida de que era envidiada por los otros. Lo que aquí quizá nos sobra no son traidores sino traicionados.

A imitación de aquel Joseph Goebbels que echaba mano a su pistola cada vez que escuchaba la palabra cultura, el PP echa mano a la palabra traición cada vez que un gobierno de izquierdas adopta decisiones de calado bien encaminadas políticamente pero comprometidas electoralmente. Para Mariano Rajoy, el presidente Zapatero estaba “traicionando a los muertos” cuando negoció exitosamente y sin contrapartida política alguna el fin de ETA; para Alberto Núñez Feijóo, el presidente Sánchez traiciona a España cuando suprime el delito por que el fueron condenados –y luego indultados– los políticos que pilotaron, de forma pacífica pero inequívoca, el fallido intento de secesión de Cataluña.

El 17-O fue un desafío –sin violencia pero consciente y deliberado– al orden constitucional para el que el Código Penal no tenía –ni tiene– una buena respuesta. Y debería tenerla. Aquel desafío era, ciertamente, hijo de la democracia pero era también primo hermano de la deslealtad, cuando no de la traición.

Intentar desgajar un territorio cuando solo se cuenta, en el mejor de los casos, con el apoyo de la  mitad de la población tiene un componente de ejercicio democrático, pero también hay en él otras variables de las que muchos catalanes que entonces apoyaron el ‘procés’ son hoy perfectamente conscientes: la degradación de la convivencia, el ultraje a la ley, el menosprecio de las minorías. Tipificar todo ello en el Código Penal, y hacerlo con sensatez legislativa y tacto constitucional, no debe ser fácil pero seguro que no es imposible, como evidencian los códigos penales de Francia o Alemania.

Necesidad y virtud

El punto débil de la decisión gubernamental de suprimir el delito de sedición no es tanto la supresión misma, que muchos expertos defienden con sólidos y bien trabados argumentos, como los evidentes motivos de artimética parlamentaria de Pedro Sánchez. La reforma o derogación era una exigencia de ERC que el presidente tenía que cumplir si quería completar sin contratiempos la legislatura; las otras razones aducidas por el Gobierno –equiparar la legislación española a la europea, facilitar la extradición de los huidos o apaciguar los rencores catalanes– son ciertas, pero a la postre están siendo devoradas por la Gran Razón: la estabilidad del Gobierno. 

La Moncloa intenta vender como virtud lo que en realidad es pura necesidad. A su vez, Génova intenta vender como traición lo que en el fondo y materialmente no es más que una actualización del derecho decimonónico que no habría suscitado mayor interés ni controversia de haberse aprobado en otro contexto: en un contexto no exactamente sin condenados por sedición, sino más bien sin condenados independentistas por sedición, pues si los penados hubieran sido militares alzados contra la Constitución es poco probable que el PP hubiera visto traición en el perdón de sus penas.

Los renglones torcidos de Dios

Analistas de estirpe conservadora y perfil ilustrado, como el siempre instructivo Manuel Arias Maldonado, afean a Sánchez la "mentira" de pretender que comulguemos con las ruedas de molino de una virtud gubernamental inexistente. Y no les falta razón, pero deberían admitir que en política sucede muchas veces que Dios escribe derecho con renglones torcidos y que, aun obedeciendo la derogación a las urgencias parlamentarias de Sánchez, su jugada puede que tenga más de servicio a España que de traición a ella: complica la situación procesal de Puigdemont; es un jarro de agua fría al ardiente irredentismo de Junts; abre una grieta en el muro independentista; europeíza aspectos muy relevantes del Código Penal; y allana a ERC el camino para regresar desde el monte al que se echó en 2017 a la llanura donde tantos de sus votantes la esperan.

Hoy todo el mundo sabe que la negociación de Alfredo Pérez Rubalcaba que acabó con décadas de asesinatos y extorsiones terroristas no fue una traición a los muertos. Puede que mañana suceda lo mismo con la derogación del dichoso delito de sedición que tanto escandaliza a los hiperventilados patriotas que hoy dirigen la derecha española.