Ya nadie desoye los últimos estertores del anterior ciclo político. La crisis del proyecto socialdemócrata en las instituciones es evidente. El pacto entre conservadores y ultraderechistas para la conformación de un nuevo gobierno es cuestión de tiempo, y mientras, los sectores proletarizados tras la última crisis y aquellas capas de la clase trabajadora más pauperizada ven cómo el grueso de sus necesidades se reduce a meros eslóganes de campaña. Sin embargo, limitar la crisis del proyecto socialdemócrata al estrecho juego parlamentario acota sus efectos a la marginalidad mediática que se atiende desde platós y tertulias.
Hablar hoy de crisis de la socialdemocracia es hablar, en general, de crisis de las fórmulas políticas y organizativas que han hegemonizado históricamente a la clase trabajadora en España desde la Transición y cuya erosión se ha acentuado durante la última década. Las grandes centrales sindicales, que en su día lograron orquestar huelgas obreras capaces de tumbar a ministros, hoy apenas son palmeros de la política progresista. Mientras, el glosario de nuevos espacios surgidos al calor del 15M -desde las Mareas y las Marchas de la Dignidad hasta el 8M- y sus múltiples reformulaciones se encuentran relegados a la marginalidad o directamente desarticulados, con la honrosa excepción de los espacios de vivienda.
Que los espacios de contrapoder orientados en torno a la vivienda no solo hayan perdurado, si no que hayan mutado hacia formas cada vez más avanzadas tanto a nivel táctico y estratégico, como a nivel organizativo no es casual. La crisis hipotecaria en España de 2008 no solo aminoró el grado de accesibilidad de la vivienda para la clase trabajadora, especialmente juvenil, feminizada y migrante, si no que transformó por completo la posición que ocupamos en el mecanismo de valorización del capital inmobiliario.
Mientras el crecimiento de la burbuja inmobiliaria entre 1997 y 2008 situaba a miles de familias endeudadas como intermediarios entre la ganancia (el interés hipotecario) y la mercancía (la vivienda), el “nuevo ciclo inmobiliario” de 2013 a 2019 prescindió de ese intermediario —problemático por los frecuentes impagos—, mediante la compra directa masiva de propiedades y relegó de forma general a las nuevas capas de la clase trabajadora al final del proceso de valorización, como pura compradora temporal de vivienda, es decir, como inquilina. Para el Capital, la condición inquilina garantiza, en contraposición a la de hipotecada, la flexibilidad necesaria para seguir valorizando un capital inmobiliario en propiedad directa que no dependa necesariamente de la capacidad de pago inicial del residente en particular, sino por el contrario, de la rentabilidad media de la vivienda en cada momento. Si la rentabilidad media de la vivienda es menor que la que se obtiene realmente del inquilino, se inicia de una forma u otra una subida del alquiler, mediante subidas explícitas de la mensualidad, impago de reparaciones, finalizaciones de contrato, o directamente desahucios; mientras que si la rentabilidad del inquilino particular es mayor que la rentabilidad media se obtiene una rentabilidad extraordinaria.
La despatrimonialización durante la crisis hipotecaria de importantes capas de la clase trabajadora que habían reservado el grueso sus ahorros al ladrillo, de media el 90%, junto a nuevas capas del proletariado migrante y juvenil reordenó el papel que ocupamos como clase en la extracción de la ganancia inmobiliaria. Ahora, la condición inquilina se convierte en norma, masificando con ello una relación con nuestra vivienda fundamentalmente impersonal y reemplazable entre inquilinos. Que hoy en día un grueso importante de trabajadoras en contratos de alquileres seamos fácilmente sustituibles por otras, no solo agiliza la actualización de rentabilidades conforme al dinamismo frenético del mercado, sino que también evidencia la necesidad inmediata de la acción colectiva para hacerle frente. Es decir, que el inquilino sea un inquilino “genérico” y, por tanto, la relación con la vivienda no dependa de una deuda personal con el banco, sino de la “compra” mensual de la vivienda genera a su vez las condiciones para que su lucha particular tome la forma de una lucha genérica, es decir, general, en la cual los intereses particulares de los inquilinos se vayan correspondiendo con los intereses generales de la clase trabajadora en régimen de alquiler. Independientemente de la experiencia personal, bien hayas sufrido recientemente una nueva subida de alquiler, bien no hayas podido pagar la mensualidad, etc., todas nosotras con nuestra acción política particular podemos- y lo hacemos, de forma absolutamente germinal- tanto formar parte de la reducción general de alquileres de vivienda, reapropiándonos de forma colectiva del fruto de nuestro trabajo, como padecer las derrotas que a nivel colectivo vayamos cosechando. Pero la lucha del proletariado contra el alquiler no solo parte de este grado de generalidad que hoy se nos impone, sino que fundamentalmente diferencia, en el propio despliegue de su lucha, a aquellos que extraen sistemáticamente el fruto del trabajo ajeno de aquellas a las que nos lo extrae.
En este contexto, se impone, como necesidad para el pleno despliegue de la lucha contra los expropiadores, la unidad de los expropiados, no solo mediante la mera coordinación entre las formas organizativas hoy en día existentes, sino fundamentalmente a través de la superación política y organizativa de las parcialidades que, desde nuestra fragmentación, podemos llegar limitadamente a atender. En este sentido, no basta con la simple confederación de nuestras parcialidades, sino que es necesario un proceso largo, pero firme, de unificación de las formas de contrapoder que espontáneamente ha generado la clase trabajadora, para constituir un poder obrero que acumule y concentre los avances políticos de la hoy fragmentada clase trabajadora hacia la superación del modo de producción capitalista. Esta unificación de lo que podríamos llamar expresiones de clase del proletariado en ningún caso se corresponde con la adscripción marketiniana de tal o cual espacio a la constelación grupuscular de preferencia. En cambio, se sostiene en la necesidad inmediata del proletariado de garantizarse, mediante su autoorganización, los medios de vida necesarios, en confrontación directa con el capital que nos los arrebata y los gestores socialdemócratas que lo legitiman y reproducen. Esta tarea solo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria.
A. Cosco, miembro de la Comisión Política Central de la Juventud Comunista (UJCE)