El enfado que provocan las andanzas al parecer irregulares del rey emérito, es la consecuencia de una profunda decepción al menos para las generaciones que vivimos la transición a la democracia. Juan Carlos I obró con acierto como jefe de Estado colaborando en el acuerdo político con partidos hasta entonces prohibidos. Es cierto que nadie nos preguntó si queríamos recuperar la monarquía o preferíamos un régimen republicano. El monarca llegó por imposición del dictador Franco que antes de morir quiso dejar su sucesión bien atada y en la forma que le parecía más conveniente.

La Constitución salvó el escollo con la definición de monarquía parlamentaria, relegando al soberano a una jefatura de Estado representativa y dotándole de inviolabilidad con la suficiente imprecisión como para que ahora, cuando se evidencian graves problemas, surja el conflicto precisamente cuando la situación social y económica está tan comprometida.

¿Se puede ir el monarca de rositas por imperativo constitucional si, durante el tiempo de su reinado, ha estafado a Hacienda o ha obtenido comisiones de manera ilícita? Esa duda se suma al sentimiento de general irritación. Ahora cuesta entender la razón por la que España siga siendo un reino a todos los efectos, algo que en su momento se aceptó sin apenas discusión. En 1980 se jugaban otras cosas de mayor envergadura, como si conseguiríamos consolidar la democracia o superar el temor al ruido de sables que llegó a plasmarse en un intento de golpe militar. Como jefe de Estado, el anterior rey cumplió su papel y en algunos casos mereció un enorme aplauso. Su actuación en defensa de la nueva legalidad fue determinante para que el golpe de estado del 23-F de 1981 no prosperara, pero ahora su antigua imagen se tambalea peligrosamente.

Mientras las autoridades sanitarias seguían advirtiendo del preocupante repunte de contagios en la pandemia, mientras en Bruselas Pedro Sánchez se fajaba con sus colegas europeos para conseguir fondos suficientes para superar la crisis que provoca la enfermedad, aumentaban las voces críticas contra el Rey emérito y el trono. Desde el Gobierno de coalición, dos ministros de Unidas Podemos, Alberto Garzón, titular de Consumo, e Irene Montero, reprochaban el comportamiento del padre de Felipe VI. La ministra de Igualdad añadía que ve difícil separar de la Corona “los casos de la familia Borbón”.

Los ministros deberían tener cuidado en no mezclar a las personas con las instituciones y medir los tiempos. Con la que nos está cayendo, no parece oportuno iniciar ahora debates de fondo como éste. Resolvamos primero los problemas de salud y economía; dejemos trabajar a los jueces y ya veremos si hay que reformar la Carta Magna y/o abordar un cambio de régimen. Lo contrario, solo sirve para generar confusión. No es momento de cuestionar la Monarquía. Tiempo habrá.