Aquellos crédulos que confiamos en la democracia representativa y respetamos las instituciones del Estado, no como una fuente de autoridad divina sino como herramienta indispensable para preservar y profundizar en la convivencia y el desarrollo de nuestra sociedad, experimentamos en cada jornada electoral esa mezcla poderosa de emoción y esperanza que desdeña, tildándola de pueril, la pléyade innumerable de los apóstoles cínicos, comunicadores, “gimnastas turbios”, economistas de Youtube, herederos de emporios radiofónicos sin más oficio que su linaje, presentadores montados en el tren del dinero, redactores de libelos y calumnias que esperan comprar billete un día, moderadores ajenos al menor atisbo de imparcialidad, profetas de la ruina y demás estómagos agradecidos del poder económico y financiero. Ellos han sido, y no han de dejar de serlo aunque ahora tal vez se vean obligados a disimularlo tras haber quedado tan flagrantemente en evidencia, los ejecutores de una estrategia de cuestionamiento de la solidez de nuestro sistema democrático y la legitimidad de nuestro gobierno que no se ha detenido ante nada con tal de instalar en la sociedad un relato que les permitiera superar la crisis política en la que su principal brazo institucional, es decir el Partido Popular, se sumió hace más de una década tras conocerse el alcance de la corrupción perpetrada por sus más altos dirigentes, destinada ni mucho menos en su totalidad a su enriquecimiento personal, pues nos ha sido dado conocer que buena parte del dinero público que se sustrajo criminalmente fue destinado a financiar estructuras ajenas a los Poderes del Estado destinadas a investigar, desprestigiar y extorsionar a sus rivales políticos.

El Partido Popular, el que meses antes del asesinato de Miguel Ángel Blanco se reunió con la cúpula de ETA (por aquel entonces, en palabras de Aznar, “movimiento vasco de liberación”), el que se impuso en las elecciones generales de 2011 prometiendo bajadas de impuestos que luego subió y que no recortaría en sanidad, educación y sistema de pensiones, que recortó; el mismo que en 2004 fue enviado a la oposición por una sociedad española espantada ante la mentira infame con que trató de ocultaros la autoría de los atentados del 11-M, ese mismo Partido Popular ha vuelto a basar su campaña electoral en la misma premisa que las anteriores. “Váyase, señor González”. “La culpa la tiene Zapatero”. “Hay que derogar el Sanchismo”. Siempre preocupados por la buena salud del Partido Socialista, abogando por defenestrar al secretario general de turno en pos de su regreso a la senda constitucional (Constitución cuya promulgación no fue, por cierto, apoyada por ellos, que por entonces y antes de su interminable saga de “refundaciones” se hacían llamar Alianza Popular, un partido orquestado por siete exministros de Franco para el cual Adolfo Suárez, también exministro del dictador y Secretario General del Movimiento Nacional, resultaba en exceso moderado), desde que las distintas sensibilidades representadas en  el Congreso de los Diputados decidieron censurar la corrupción generalizada del Partido Popular haciendo uso de un instrumento constitucional y perfectamente legítimo como es la moción de censura, han convertido al Gobierno del Partido Socialista en, discúlpenme la expresión, una auténtica piñata. La gestión de la pandemia, de la guerra de Ucrania, de los fondos europeos, de los ERTE, de la legislación en materia de igualdad (con sus múltiples aciertos y por supuesto sus graves errores, reconocidos y enmendados, mas no por ello menores por su efecto sobre las mismas víctimas a las que se trata de proteger), las relaciones internacionales con la UE, los EEUU, Marruecos y Latinoamérica; todo esto se ha presentado ante la opinión pública a través de los medios de comunicación privados como una caricatura: la de “El Autócrata”, un malnacido sin escrúpulos enamorado de sí mismo que gusta de pavonearse en su avión privado y cuyo único interés es destruir la nación para… ¿ganar notoriedad?, y que tenía secuestrado a un PSOE inerme con una militancia adocenada, infantil cuando no literalmente palurda, que palmeaba a coro las consignas del Tirano y necesitaba ser devuelta a la realidad y reconducida al redil de la “gente de bien”.

Durante meses se ha enfrentado a la sociedad española, presentando a aquellos con una sensibilidad progresista, inclusiva y superadora del concepto del beneficio individual (la mal llamada “libertad” por los que la pretenden exclusiva y excluyente), como una horda de monstruitos que íbamos a convertir el aborto en una fiesta y la eutanasia en una forma de represión, que íbamos a islamizar la España que ellos no dejan de intentar cristianizar a toda costa desde hace más de un milenio. Han empleado unas siglas, “MENA”, para deshumanizar y criminalizar a niños huérfanos o alejados de su familia que llegan solos a nuestra tierra, sin arraigo ni futuro. Han utilizado el nombre de un terrorista, un asesino infame, para crear un lema de campaña contra el gobierno de un partido que en sus filas cuenta demasiadas víctimas del terrorismo de ETA. Pero, honestamente, quiero creer que lo que les ha perdido ha sido su ignorancia, su profundo desconocimiento de España y los españoles. La derecha ha pensado que podía manipular en masa a los electores, mintiendo descaradamente en los debates electorales con la connivencia de moderadores y periodistas de medios de comunicación privados que tenían terminantemente prohibido contrastar datos, presentando el país como un auténtico sindiós que de golpe y porrazo se transformaría en el chiringuito paradisíaco en el que todos podríamos por fin pasar un irreal “verano azul” yendo a la playa en cochazos, vistiendo como la “gente de bien” y empinándonos gin-tonics de 30 euros la copa. Esa no es la realidad de la sociedad española, y no haré un resumen populista de cuál es a mi juicio, pero a los trabajadores de este país no nos interesa que el verano sea azul o colorado; lo que nos interesa es paz, pan y trabajo, salud mediante.

Cuando empezó la pandemia, los profesionales sanitarios que se responsabilizaron en primera línea, expuestos a una enfermedad desconocida, a la falta de medios, a la presión asistencial y al estrés emocional que suponía el contexto y la gestión del sufrimiento propio y ajeno, insistieron en que no deseaban ser tratados como héroes, que sólo necesitaban medios y la comprensión de la ciudadanía ante sus condiciones de trabajo, la vulnerabilidad de su situación y los límites de su capacidad. Ellos estuvieron allí, y el gobierno respondió, y su actuación puede ser objeto de debate, pero de nuevo es una falta de respeto caricaturizar a los responsables técnicos y políticos de las medidas que se adoptaron, simplemente como estrategia de desgaste, más aún a cuenta de quienes desde hace décadas propugnan la privatización de la asistencia sanitaria y el fomento de un modelo completamente incompatible con los valores del socialismo que básicamente propugna escalonar las coberturas a que puede acceder el ciudadano en función de su poder adquisitivo y el seguro que pueda costearse. Su ficción de una mayoría social que sustente su modelo se ha venido abajo, y con ella su relato del “sanchismo” y el finis hispaniae contra el que advertía vehementemente Blas Piñar en los mismos discursos en que hace unas pocas décadas ensalzaba a los ideólogos de la dictadura franquista. España no es un conglomerado de intereses económicos y financieros a los que arrimarse para sacar tajada, España no se construye sometiendo al diferente y compitiendo a degüello contra el semejante por un trozo del pastel, España no es un campo de golf ni un chiringuito en la playa; España es la suma de los españoles con sus distintas sensibilidades, creencias y sentimientos de pertenencia, que conforman una sociedad dinámica y diversa que ahora tiene ante sí misma la oportunidad de ver más allá del velo de la mentira y el enfrentamiento y hacerse cargo de construir el país que sin duda sabe que merece, y que rabia por ver constantemente en conflicto. 

(*) Manuel Gracia Bravo es neurocirujano y militante del PSOE.