Finaliza 2020 con un sabor agridulce. El fin de un año marcado por la pandemia es bien recibido por todos aquellos supersticiosos que prevén en el siguiente una mejoría no difícil de conseguir, pero que, a su vez, se celebra en mesas familiares en las que faltan habituales. Con suerte, su falta se debe únicamente a las restricciones adoptadas.

Todo empezó con un Gobierno no existente, pero al que ya se le empezaban a ver las intenciones. Después de abandonar un proceso electoral eterno, cansino e innecesario para los más puristas, los reyes trajeron a España el primer Ejecutivo de coalición de la historia de nuestra democracia. Aquello del cambio de colchón y las pesadillas por compartir consejo de ministros se había esfumado con la llegada del nuevo año, y, al fin, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias abandonaron su enrocada posición y dieron pie a un tablero de cooperación necesaria no exento de rivalidades posteriores.

Consolidado el Gobierno, y apenas unos meses después, sin los 100 días de gracia habituales para aposentar la implantación de cada uno de sus integrantes, la llegada de un agente externo de dimensiones previamente desconocidas lo cambió todo. Para peor. El coronavirus sacudió los cimientos de la sociedad de una forma tan temible como no se recordaba en 100 años. Aquellos que brindaron el inicio del año deseando salud a sus personas queridas no sabían el gafe que les caería encima.

Un confinamiento de tres meses, con comparecencias semanales de un presidente del Gobierno con rostro cansado y canas cada vez más visibles, volteó nuestra forma de vida. El pueblo respondió con creces, agradeciendo cada tarde la labor realizada a los sanitarios y al personal de los servicios básicos. Ellos, los únicos que escaparon del teletrabajo y/o los ERTE, son los principales recordados del año. Porque su esfuerzo se hizo más visible que nunca, como siempre debería haber estado, como tristemente dejará de estar pronto por nuestra tendencia a fijarnos en la inmediatez que nos ocupa.

Tras 366 días que todos guardaremos en la memoria, este curso acaba mientras sus consecuencias resisten. Las mascarillas se han convertido en un nuevo complemento, los confinamientos perimetrales hechos a medida por cada CCAA siguen siendo buscados en Google antes de hacer cualquier plan -a corto plazo, todo lo demás queda descartado-, el horario de las comparecencias de los plenipotenciarios en la gestión lo conocemos de memoria y las quedadas con el entorno cercano se hacen por turnos, al aire libre en pleno diciembre y temprano para que el reloj no nos sorprenda demasiado rápido.

Sin embargo, hay motivos para la esperanza. Diciembre llegó con la noticia de que la vacuna era una realidad, para sorpresa del doctor Cavadas y el resto de atrevidos que consideraron imposible tal hazaña científica, y 2021 arranca con Araceli como estandarte y miles de personas esperando ya la segunda dosis que les convierta en inmunes.

Y que esa inmunidad les permita volver a sus quejas rutinarias. Que el coronavirus no tape a un rey en el exilio, a un ministro candidato, a varios bancos fusionándose, a una moción trilera o a lo que cada uno quiera recordar cuando suenen las 12 campanadas.