Desde que la política se dirime en el campo de los medios audiovisuales, los hechos son infinitamente menos relevantes que los relatos, y para que cualquier relato funcione debe ser coherente con los valores e ideas de quien los recibe, incluso si los hechos no están claros o son directamente inexistentes, un relato con sentido acaba calando y genera una realidad.

El éxito de los relatos no se da en base a la textualidad de lo que dicen en medios de comunicación portavoces autorizados, sino en el relato que queda instalado en el ámbito de la informalidad, de la vida cotidiana, ese que reproducimos hablando entre amigos en un bar, o que se difunde una y mil veces en redes sociales y genera enormes discusiones, y acaba, también, construyendo una realidad que vuelve al terreno de los portavoces autorizados y los medios de comunicación constituyendo ya hechos casi incuestionables.

Desde que el relato se inicia, hasta que se instala, los huecos e insinuaciones que no se dicen porque no se tiene pruebas, o porque no tienen que ver con los hechos, son completados por la audiencia, que lo acomoda a sus propias ideas. En esta operación de construcción de relatos adquiere una enorme importancia las ideas preconcebidas de las que todos somos esclavos, aquellas que nos han sido inculcadas culturalmente y que permanecen en nuestro subconsciente, incluso en contra de nuestra propia voluntad.

Es ahí, en ese subconsciente donde más operan los valores machistas que aún son hegemónicos en nuestra formación cultural, y por eso cuela, sin que se viva contradictorio ni en el relato informal ni en sus consecuencias en el relato oficial, que todo lo que ha hecho Begoña Gómez responde a la intervención del poder de su marido mientras que el poder de la presidenta Ayuso no tiene relación alguna con el meteórico aumento de beneficios empresariales de su pareja, que seguramente la tiene engañada.

Estas conclusiones no tienen sólo que ver con la posición ideológica de quien las emite, sino también con las ideas que albergamos en el subconsciente, asentadas en los valores culturales que distribuyen lo que se puede esperar, y creer, del comportamiento humano en función del género de las personas. En esos valores culturales a las mujeres no se nos espera ejerciendo el poder, ni siendo las cabezas pensantes de una supuesta operación corrupta en la que un hombre sea sólo una herramienta que facilita nuestros objetivos. Tampoco se nos espera siendo profesionales independientes capaces de avanzar en nuestras carreras sin el impulso de nuestros maridos, padres o amantes.

No estoy hablando de los hechos, sino de lo que se esconde detrás de lo que se acaba instalando como verdad en opinión de la mayoría.

No es relevante si en todo lo denominado caso Begoña no está muy claro que haya beneficio económico trascendente para la primera dama, o si es poco creíble que se tome la decisión de un rescate millonario en un consejo de ministros a consecuencia en una cuantía algo ridícula de colaboración empresarial que nunca fue abonada.

Como no es relevante, que la presidenta Ayuso traslade su residencia de un humilde piso alquilado a un millonario ático coincidiendo con que la Comunidad de Madrid multiplicó por cuatro la facturación de la empresa responsable de los millonarios ingresos de su pareja.

No son, ni serán relevantes ninguno de los hechos, pase lo que pase en las diferentes causas judiciales o comisiones parlamentarias. Se pruebe lo que se pruebe en los juzgados, en los medios o en los parlamentos, para la mayoría seguirá siendo increíble que nada de lo que haya hecho Begoña sea fruto de su capacidad personal y profesional, como seguirá siendo increíble que Ayuso tenga ningún otro papel en el caso de su pareja que la de mujer profundamente enamorada, porque los modelos de mujer posibles, los que hemos asumido por años de relatos culturales, son muros casi inamovibles para nuestro pensamiento, aunque en su contraste con la realidad unas veces nos beneficien y otras nos perjudiquen.

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