Vox ya no es una fuerza al margen del sistema, aunque continúe explotando ese relato como herramienta movilizadora. La dimisión de Javier Ortega Smith y la incomodidad de la dirección con la polémica de Revuelta reflejan el intento del partido de extrema derecha de dejar atrás su etapa más bronca para consolidarse como un actor institucional. Tras años de discursos incendiarios y una estrategia basada en la confrontación permanente, la cúpula de Vox persigue ahora proyectar una imagen de fiabilidad que le permita seguir gobernando y pactando sin sobresaltos.

Ese giro estratégico, sin embargo, choca de frente con el ADN político del partido y con sectores internos que interpretan la moderación como una claudicación ideológica. Vox intenta presentarse como fuerza de orden sin desprenderse del todo de los rasgos que explican su irrupción en la política española, en una transición forzada y plagada de tensiones.

La expulsión de Ortega Smith de la Ejecutiva Nacional —el principal órgano de dirección del partido— simboliza ese punto de inflexión. No fue una renuncia voluntaria ni un gesto de relevo natural, sino una decisión avalada por unanimidad por la cúpula, sin disidencias visibles más allá del propio afectado. Uno de los fundadores y antiguo número dos del partido, durante años mano derecha de Santiago Abascal, quedaba así apartado sin resistencia interna aparente, en plena redefinición estratégica de la formación.

La marginación de Ortega Smith no fue repentina. Antes había sido relevado como secretario general en 2022, degradado de vicepresidente en 2024 y apartado de la portavocía adjunta en el Congreso. Su salida culmina un proceso de arrinconamiento progresivo y lanza un mensaje inequívoco: la dirección ya no tolera voces que cuestionen la hoja de ruta marcada desde Bambú.

En su lugar, Vox ha optado por promocionar perfiles más jóvenes y alineados con la nueva estrategia institucional, como Júlia Calvet, portavoz de Juventud y jurista con proyección interna. El relevo pretende transmitir renovación y modernización, pero también supone borrar las huellas de una etapa en la que el partido capitalizaba el descontento social desde una posición abiertamente disruptiva. Un movimiento que no está exento de riesgos: parte de la base electoral puede percibirlo como una ruptura con los principios fundacionales.

El enemigo ya no está fuera

Lejos de ser una crisis aislada, el conflicto actual destapa una guerra interna larvada desde hace años. La sucesión de salidas —voluntarias o forzadas— ha configurado un Vox cada vez más homogéneo en lo ideológico, pero también más cerrado y personalista en su funcionamiento. Ortega Smith se suma así a una larga lista de exdirigentes, cargos territoriales y parlamentarios que han abandonado el partido denunciando falta de debate interno, purgas sistemáticas y una creciente concentración de poder en torno a Abascal.

Las acusaciones se repiten con una insistencia reveladora. Exdirigentes de Vox han denunciado públicamente que el partido se ha convertido en una estructura jerárquica en la que la discrepancia se penaliza y las decisiones estratégicas se toman sin contrapesos reales. Algunos han hablado de un “partido cerrado”, otros de una “organización sin democracia interna”, y no han faltado quienes acusan directamente a Abascal de querer controlar de forma absoluta el aparato, marginando a quienes no se alinean sin matices con la dirección.

Estas críticas no proceden únicamente de sectores moderados o de cargos secundarios. Varias de las voces que han abandonado Vox formaron parte del núcleo fundacional y contribuyeron a construir su discurso inicial como alternativa al llamado “consenso del sistema”. Su salida ha ido acompañada de denuncias sobre prácticas que, paradójicamente, reproducen los mismos vicios que Vox decía combatir: opacidad, decisiones verticales, ausencia de primarias reales y un liderazgo incontestado.

El debate de fondo es político, pero también identitario. Vox se enfrenta a una disyuntiva que atraviesa a buena parte de la extrema derecha europea: seguir siendo una fuerza de agitación permanente o consolidarse como partido de gobierno. La dirección parece haber optado por lo segundo, consciente de que la radicalidad sin filtros limita alianzas y dificulta la estabilidad institucional. Sin embargo, ese giro choca con una parte de la militancia y con sectores juveniles que reclaman mantener un discurso de confrontación frontal con el sistema político, mediático y social.

En ese contexto, Revuelta se ha convertido en un símbolo especialmente incómodo. Tal y como ha documentado ElPlural.com —y posteriormente han confirmado otros medios—, las disputas en torno a esta plataforma han adquirido mayor gravedad en las últimas semanas, con acusaciones sobre el uso de fondos destinados a víctimas de la DANA en Valencia, audios filtrados y dudas sobre su transparencia. La polémica ha tensado aún más un escenario en el que Vox intenta capitalizar sus recientes éxitos electorales sin permitir que elementos discordantes erosionen su imagen de partido serio y gobernable.

La dimisión de Ortega Smith actúa así como catalizador de todas estas tensiones. Representa el Vox de los primeros años: el de la confrontación sin filtros y la impugnación constante del sistema. Su salida certifica que esa etapa se clausura desde arriba, sin consenso interno y a costa de profundizar la fractura del partido. Para la dirección, es un paso necesario; para sus críticos, una purga política encubierta.

La ironía resulta difícil de esquivar. Vox nació denunciando a los “partidos del sistema” por su falta de democracia interna y el control férreo de los líderes. Años después, muchas de esas mismas acusaciones emergen desde dentro de la propia formación, convertidas ahora en el reflejo más incómodo de su evolución política.

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