Y finalmente, Joaquín Sabina dijo: "Este es el último concierto de mi vida". Ocho palabras punzantes. Una frase capaz de helar venas y cristalizar la sangre que corre por ellas. Sabina afirma que nunca más volverá a dar un concierto y pretende que sigamos viviendo como si nada. ¿Qué mundo es este en el que ya nunca podrás volver a ver en directo al hombre que te contó qué es la vida? ¿Cómo vamos a vivir en un planeta en el que no existen los conciertos de Sabina? Uno se rebusca dentro del pecho y solo encuentra el emoticono de corazón partiéndose a la mitad.
Los éxitos, los fracasos. Las putas, los chulos, el whiskey, la cocaína. El amor, el fracaso y la noche. La rebeldía y el arrepentimiento. La sonrisa, los cuernos, la nicotina y la tinta del boli bic corriendo por un bloc de notas. Sabina pecó por todos nosotros, murió y resucitó. Cayó al fondo —el ictus del 2001, la depresión posterior, los meses en los que no sabía si volvería a escribir una sola línea— y volvió. Como siempre. Canalla y poeta deja a varias generaciones vacías. Tristes y ausentes, debemos seguir viviendo en un mundo en el que ya no habrá más conciertos de Joaquín.
Con sus letras hemos robado besos y secado lágrimas. Hemos justificado noches de insomnio y romantizado rayos de sol a la salida de oscuros antros entre Tirso de Molina y Tribunal. Hemos sido piratas cojos, conductores suicidas y caballeros fieles a un pacto. Es diciembre de 2025 y nos sentimos como el pato del Manzanares y el belga por soleares. Más tristes que un torero al otro lado del telón de acero, somos testigos de un adiós que no maquilla un hasta luego ni esconde un ojalá. El flaco de voz rota se despidió este domingo encima del escenario y la vida, sin piedad, siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.