Timbuktu comienza con una doble secuencia reveladora y que se relacionan directamente con el final de la película. En la primera un coche ocupado por hombres armados persiguen a un animal al que disparan para darle caza; en la siguiente, unas esculturas africanas son tiroteadas. Con estas imágenes, contundentes, cuidadas en su fotografía, comienza la película dirigida por Abderrahmane Sissako, director mauritano que se ha convertido en uno de los pocos directores africanos con merecido reconocimiento internacional con películas como La vida en la tierra, Heremakono o Bamako y que ha logrado en Timbuktu no solo su mejor película hasta la fecha, sino también una obra necesaria.
Y es que a veces, hay películas cuyo valor se encuentra en que su existencia es necesaria. Pero en el caso de Timbuktu, además, esa condición viene acompañada por un trabajo por parte de Sissako magnífico tanto en el plano visual como en el argumental, tan solo presentando algún problema en su final, demasiado enfático frente a la contención del resto del metraje. Y es que Sissako ha logrado crear una película en la que parte de una mirada de distanciamiento para mostrar a los personajes y a las situaciones con cierta lejanía para no caer en ese énfasis que sí tiene al final; una película que combina una idea del cine contemplativo, pausado, reflexivo, con una dinámica narrativa más convencional, creando un perfecto equilibrio. En otras palabras, Timbuktu avanza sin demora en su desarrollo argumental pero se detiene cuando es necesario para dar tiempo al espectador a pensar o a sentir sobre lo que ha visto.
Con un perfecto trabajo en el ritmo narrativo, la película comienza acercándonos a los habitantes de un pequeño pueblo en Malí que ha sido tomado por un grupo de yihadistas que imponen una férrea ley a sus habitantes. Sissako se detiene en diferentes personajes, algunos de los cuales serán después relevantes para la acción, otros simplemente apuntes naturales de un lugar. Lo primero que llama la atención es que, situada en medio del desierto, la población muestra un saludable aspecto tanto humano como de paisaje, sin caer en la imaginería de miseria a la que se suele tender. Un lugar apacible en el que el tiempo transcurre de manera pausada, que transmite amabilidad, humanidad. Por eso la presencia de hombres armados por las calles enturbia (y perturba) todavía más. Todo el arranque y hasta mediada la película se centra en estas vidas, en ir creando una atmósfera, en ir relatando una cotidianidad convulsa y compleja que Sissako muestra con pulso y humanismo, pero también con un sentido del humor, muy negro y contenido, que denota el surrealismo de muchas de las situaciones.
Pero poco a poco todo va complicándose, y los yihadistas van imponiendo sus normas y, sobre todo, sus castigos. Sissako muestra muchos de estos de manera tan cruda como exenta de sensacionalismo, lo cual ocasiona que sea aún más impactantes, a pesar de que las imágenes televisivas que casi a diario sacuden la realidad hayan acabado mermando en gran medida el potencial de la ficción a la hora de recrearlas. Sin embargo, el contexto que Sissako ha creado alrededor de ellas es el que ocasiona que sintamos rabia, indignación, cierta impotencia. Sin enfatizar, el cineasta logra incomodar al espectador, porque vemos a unas personas sometidas a unas situaciones injustas, despojadas sin motivo alguno de sus vidas. Tan memorable como trágico es el momento en que una mujer intenta explicar que no puede llevar los obligados guantes que han impuesto a todas las mujeres dado que trabaja en un puesto de pescados.
Sissako no solo muestra esa injusticia e irracionalidad sino que también se detiene en las dudas de los propios yihadistas: el cabecilla que se esconde para fumar aunque lo han prohibido o que baila secretamente; el policía ante la duda de detener o no a quienes cantan cuando descubre que están cantando a Alá; los líderes cómodamente disfrutado de alta tecnología; las conversaciones sobre fútbol internacional mientras prohíben jugar a los jóvenes del poblado (que, en una de las secuencias más conseguidas de la película, acaban jugando con un balón imaginario); o bien el trato a las mujeres y las irracionales y absurdas justificaciones para los actos contra ellas; o, finalmente, que en la película se llegue a hablar hasta en cuatro idiomas, creando una confusión idiomática que denota aún más la complejidad de la situación.
A partir de un realismo extremo pero salpicado de cierto lirismo en los planos, con imágenes tan sumamente crudas como estéticamente bellas, Timbuktu se adentra en los siempre complicados y escurridizos meandros del fanatismo religioso. Que la visión venga de un musulmán como Sissako, hace de la película aún más interesante en su planteamiento. También que haya optado por una narración muy occidentalizada en su construcción, lo cual pone de relieve las intenciones de Sissako de entregar una película que, sin renunciar a su mirada personal como autor, busca llegar a un público amplio intentando evitar el rechazo inmediato que entre gran parte de los espectadores pueda tener una película producida en Mauritania. El cual esperemos no se produzca, porque Timbuktu es una obra importante e, insistimos, necesaria. Porque no da respuestas, pero sí plantea muchas preguntas.