Hermes Paralluelo debutó en la dirección en 2011 con Yatasto, un documental con el que se acercaba a la pobreza desde una mirada honesta y directa, sin caer en el panfleto y trabajando la imagen como vehículo para expresar la denuncia en una película contundente en todos los sentidos. En su segundo largometraje, No todo es vigilia, el cineasta sigue indagando en las posibilidades del lenguaje cinematográfico pero sin caer en un ejercicio meramente formal, atreviéndose con un tema tan peliagudo como el de la pobreza, la vejez. En No todo es vigilia Paralluelo realiza un docudrama, rompiendo los límites entre ficción y no ficción, siguiendo a sus dos abuelos, Felisa Lou y Antonio Paralluelo, en tres partes diferenciadas.



En la primera vemos a los dos ancianos en un hospital, a donde han acudido para realizarse unas pruebas. Paralluelo construye esta parte a base de planos fijos, de duración alterna, pero tendente a tomarse su tiempo para mostrar a los dos personajes/personas enfrentándose a un paisaje frío, casi inhumano, en el que se encuentran perdidos. El perfecto manejo del ritmo y los tiempos transmite el desasosiego, casi la angustia, de los dos ancianos. El cineasta consigue que sintamos empatía con ellos, con la sensación de soledad y de desprotección, que proyectan en su deambular lento por los pasillos o esperando solos en una camilla a que alguien les lleve, por ejemplo. Entre tanto, conversan entre sí, con algún médico u otro paciente, momentos que humanizan su estancia que, aunque breve, parece eterna. El trabajo con el sonido es impecable: por su presencia y por su ausencia. Esta parte se cierra, como enlace con la siguiente, con unos planos del paisaje helado de Aragón, cuya frialdad nada tiene que ver con la que hemos visto en el hospital.



En la segunda parte, Felisa y Antonio regresan a su casa. Un espacio cotidiano y familiar pero oscuro. Paralluelo, tanto en el hospital como en el hogar, tiende a una fotografía sombría, sobre todo en los contornos de los encuadres, que ayuda a crear un sentido de encierro, de desolación. Aunque esta atmósfera es rebajada durante esta segunda parte más focalizada en mostrarnos a la pareja desde una perspectiva diferente, haciendo hincapié en su cercanía personal, en su dependencia mutua. Paralluelo vuelve a usar el sonido, los ruidos, así como el silencio, para definir cada momento. Pero en un acto formal realmente interesante, combina en esta segunda parte los planos fijos con movimientos de cámara muy elegantes que recorren la casa y unen las dos estancias donde Felisa y Antonio duermen, una manera de acercarlos en la ligera distancia que les separa en la casa. La difícil movilidad de ambos se presenta como un muro casi insoslayable, pero se enfrentan a él juntos. Sus pocas conversaciones van de lo cotidiano y casi anecdótico, pero sirviendo de ejemplo de su existencia en ese momento, a los recuerdos, conduciéndonos a un momento final en el que vemos un retrato de ellos en su juventud.


Finalmente, la breve tercera parte que cierra la película, nos muestra, desde cierta lejanía, a Felisa y Antonio saliendo de su casa y caminando por una calle de su pueblo, alejándose lentamente.



Paralluelo ha creado una película cuidada, tan agobiante en la primera parte como emotiva en la segunda, sin caer en ningún momento en dramatismos extremos, utilizando la cámara para crear unas imágenes que narran por sí mismas, algo que no está al alcance de cualquiera, a partir de un meditado (o al menos esa es la impresión) trabajo de arquitectura visual. Con un estilo pausado, reflexivo, pero alejado de la contemplación ensimismada, Paralluelo ha creado una película no solo sobre la vejez, sino también, y quizá sobre todo, alrededor de dos personas que han conseguido, al final de su vida, estar juntos, enfrentar su última etapa en la vida teniéndose el uno al otro. Es posible que no tengan mucho más, pero eso es suficiente.