En la España de los noventa, por una vez, los iconos culturales eran los escritores. Su actitud punk acaparaba portadas. Los entonces veinteañeros José Ángel Mañas, Ray Loriga o Juan Bonilla conformaron, en sus años debut, lo que Luis Mancha ha denominado ‘Generación Kronen’, en su ensayo y su documental homónimos. Despuntaron con una literatura con ecos del dirty realism, incorporando a nuestras letras la cultura audiovisual. Dejaron huella, aunque la crítica no siempre los acompañó.

España, 1992. Banda sonora grunge entre los universitarios, que cada vez son más. Sonic Youth, REM y Nirvana suenan en CD. Macrodiscotecas. Tarantino y Paul Thomas Anderson en VHS. La publicidad se masifica. Los Juegos Olímpicos, la Expo, el Tratado Maastricht. Huele a corrupción en el partido en el gobierno. ¿Y la literatura? La famosa “Movida” de la década previa pasó de puntillas por este territorio. No es que fuera un desierto, pero los autores del momento, los llamados ‘posibilistas’, en cuyas filas figuraban Muñoz Molina, Javier Marías o Eduardo Mendoza, con un éxito favorecido por los periódicos en los que firmaban -decía Umbral que un escritor triunfaba entonces si tenía el respaldo de un periódico-, exhibían un estilo continuista. Afín a nuestra tradición. Clásico. Pero algo está a punto de cambiar. Y no lloverá a gusto de todos.

Generación X

Nos alcanza el eco de lo que está ocurriendo entonces en las letras estadounidenses. El año anterior, Douglas Coupland ha publicado Generation X, una ficción que retrata la vida de los nacidos en Estados Unidos entre 1968 y 1980, tras el Baby Boom. Entre ellos, un heterogéneo grupo de autores que Claudio López Lamadrid, editor de Mondadori, etiquetaría como Next Generation: Jonathan Franzen, Chuck Palahniuk, Jonathan Lethem, Easton Ellis o Foster Wallace. Sus novelas eran irónicas, se ambientan en áreas marginales, bebían de la cultura pop y de los códigos de lenguaje del cine y la televisión.

Algunos de aquellos rasgos empezaron a hacer mella en las letras de nuestro país. Cosa bastante insólita, pues hasta entonces, lo habitual era que nuestros escritores se declarasen influidos por las letras francesas y las hispanoamericanas. Un recién licenciado en Historia, de veintipocos, está escribiendo una novela sobre un joven de procedencia acomodada, Carlos, que se siente perdido, descarriado, que ve su futuro con incertidumbre. Es un tipo provocador, irreverente, y pasa el tiempo en bares, entre alcohol, drogas, sexo y pelis de acción. El estilo narrativo es directo, tiene algo del dirty realism de Carver o John Fante. Mucho diálogo, jerga juvenil, anglicismos, referencias constantes al rock y al cine independiente. El texto se publicará al año siguiente, en el noventa y tres. La crítica no lo recibe con especial entusiasmo, pero entre los jóvenes funciona el boca - oreja y circula como la pólvora. Y en el noventa y cuatro, le dan el Nadal.

Filón comercial

Esa novela es Historias del Kronen, y su autor es José Ángel Mañas. Y resulta que no está solo. En el noventa y tres, otro autor desconocido, con look de rockero y llamado Ray Loriga, lanza a las librerías Lo peor de todo. De nuevo, un narrador de veintitantos, autodiegético, contando su vida en clave desafiante con el mundo. También se gana a los lectores, y resulta más prolífico que Mañas: al año siguiente publica un nuevo título, Héroes, y solo otro más tarde, uno más, Caídos del cielo. Dos auténticos pelotazos comerciales con punk, chicas, coches, barrios, drogas y cine –en este caso las road movies- como intertexto.

Y la cosa tampoco se queda en Loriga. Él había sido una apuesta del entonces editor de la casa Debate, Constantino Bértolo, que en los sucesivos años nos presentará a otros escritores noveles de tono similar, como Luis Mangriyá (Belinda y el monstruo, 1995) o Marta Sanz (El frío, 1995). Y como ellos, irán floreciendo más al calor de otras editoriales y premios, que detectan ya un filón comercial en estas plumas primerizas capaces de conectar con el público joven y abrir nuevas vetas en nuestra literatura. Juan Manuel de Prada (Coños, 1994), Ismael Grasa (De Madrid al cielo, 1994), Benjamín Prado (Raro, 1995), Caimán Montalbán (Bar, 1995), Juan Bonilla (Nadie conoce a nadie, 1996), José Machado (A dos ruedas, 1996), Pedro Maestre (Matando dinosaurios con tirachinas, 1996), Daniel Múgica (La ciudad de abajo, 1996), Lucía Etxebarría (Amor, curiosidad, prozac y dudas, 1997) y Care Santos (La muerte de Kurt Cobain, 1997) fueron algunas de ellas.

Muchas participaron en un libro colectivo que las pudo apuntalar como generación: Páginas Amarillas, que editó Lengua de Trapo, especializada en autores jóvenes. No se tardó en bautizar al equipo como la versión española de la Generación X, aunque también los han llamado los Novísimos de los Noventa, y el sociólogo Luis Mancha, profesor en la Universidad de Alcalá, los ha bautizado como Generación Kronen en su ensayo y en su documental homónimos.

Urbanos e hijos del audiovisual

También unió a estos escritores una determinada manera de entender la literatura: menos reglas lingüísticas y literarias canónicas, que combinaba el reflejo de la situación social (muy a grandes rasgos) de una generación, pero siempre con un tono muy intimista, no olvidemos que la mayoría están escritas en primera persona y con escenarios muy concretos. Por un lado, ‘desmitificaron’ tanto la tarea de escribir como los temas literarios y el estilo. Por otro, favorecieron la lectura entre los más jóvenes. Aunque tampoco es que inventaran nada nuevo. Esta forma de escritura no era nueva, ni en España ni en otros lugares del mundo. Lo novedoso y lo más interesante, a mi juicio, fue la fuerte incorporación de otros medios culturales, como los audiovisuales y la música rock. Esta forma de escritura no solo está en el realismo, sino que podemos encontrarle antecedentes en la picaresca del Siglo de Oro.

Una suerte de realismo punk y urbano. Son ante todo novelas urbanas, aunque en algunos casos, los lugares descritos, aunque supuestamente sean Madrid (como por ejemplo en la obra de Loriga o Benjamín Prado, si lo incluimos también), reflejan espacios muy influenciados por el cine americano. Creo que esto es fruto de la globalización cultural que ha difuminado no solo las fronteras internacionales, sino también la diferencia entre centro y periferia, ya que casi cualquier persona de nuestra generación tiene acceso a los mismos productos culturales, esté donde esté.

Se construyen, así, escenarios en los que se mezclan en igual porcentaje la realidad de los barrios y los escenarios de la ficción, extraídos muy a menudo del cine. Decía Carlos, protagonista de Historias del Kronen: A mí no me gusta la poesía. La poesía es sentimental, críptica y aburrida. (…) Es una cultura muerta. La cultura de nuestra época es audiovisual. La única realidad de nuestra época es la de la televisión.  El personaje mencionará La Naranja Mecánica varias veces a lo largo del libro. Hubo incluso una oleada de cineastas noveles paralela a la de estos autores, que compartía con ellos el tono narrativo y las inquietudes temáticas. Integraba, entre otros, a Alejando Amenábar (Tesis, 1996), Juanma Bajo Ulloa (Airbag, 1997) o Daniel Calparsoro (Salto al vacío, 1995).

Pero no solo de cine vive la Generación Kronen. También de televisión. Roger Wolfe, uno de los pioneros del conjunto, dice en Hay una guerra: La televisión es el nirvana de los pobres. (…) La televisión puede sustituir la realidad porque la televisión es la realidad. Pedro Maestre, en Matando dinosaurios con tirachinas, alude varias veces al universo de la pequeña pantalla. En Héroes, de Ray Loriga, el protagonista decide encerrarse en su cuarto sin más compañía que su equipo de música y un televisor. Navarro subraya la recurrente actitud paródica. Los personajes de casi todas estas novelas son teleadictos, pero al mismo tiempo, critican aspectos relacionados con este medio como la manipulación de la realidad, el negocio que algunos programas hacen con las desgracias ajenas, o la incomunicación y la falta de interacción entre los espectadores que se sientan a verla, etc.

Nihilismo y look

Y como añadido, los autores tendían a empadronarse en un inconformismo, una apatía y un nihilismo sin refugio alternativo. Los valores heredados no les encajaban. "En mis sueños, Dios me la chupa", decía un personaje de Héroes. “El viejo comienza a hablar de cómo ellos lo tenían todo mucho más difícil, y de cómo han luchado para darnos todo lo que tenemos. (…) El rollo sesentaiochista pseudoprogre de siempre. Son los viejos los que lo tienen todo: la guita y el poder”, se quejaba Carlos en Historias del Kronen. “Esto no lo trata el documental, pero sí creo que había un desapego frente a realidad política, producto seguramente en gran parte de unas estructuras de poder que fueron desmovilizando poco a poco a la gente joven. Uno de los peligros de la democracia de los que ya advertía Tocqueville en el siglo XIX en la Democracia en América. Y de esos polvos, estos lodos.

Pero, en la Generación Kronen, tan importante como los textos resulta la imagen de los autores. El marketing. Los Kronen se convirtieron en estandartes culturales. Se abrieron hueco no solo en las portadas de los suplementos literarios, sino también de las revistas de música y de moda. Loriga se atrevió a plasmar su fotogénica imagen en una de sus cubiertas. Son influyentes y hacen dinero con la venta de sus obras, y con las adaptaciones al cine de ellas.

Y llegó un momento en que la crítica comenzó a demonizar sus escritos. El crítico Sabas Martín, por ejemplo, pidió que se distinguiera a aquellos que tenían mayor calidad literaria que actitud. Otros, los infravaloraron por considerar que preferían el favor del público al de la crítica o la universidad, y les reprochaban falta de originalidad y de lenguaje. Navarro les concede aciertos: La clave de esta generación de escritores fue haberse incorporarse a un fenómeno que con más o menos años de diferencia se estaba dando en casi todo el mundo: de Estados Unidos a Sudáfrica pasando por Italia, Argentina, México u Holanda. Además, los escritores jóvenes de hoy le deben mucho a esta generación. Tras la Generación X o Kronen, surgieron otras etiquetas como la Generación Y o la Generación Nocilla, que a mi modo de ver están en esa línea.

Pasados sus primeros años, afrontaron su madurez como escritores tomando itinerarios diversos. Benjamín Prado o Juan Manuel de Prada siguen siendo superventas, aunque han abierto su estilo. Marta Sanz nos ofreció una saga de género negro, y hoy es una de las autoras españolas más sociales y respetadas, como también lo son Mangriyá o Bonilla. Loriga mantiene su pátina de enfant terrible, y atesora una bibliografía larga y con gran textura y variedad. En cuanto a Mañas, completada su tetralogía Kronen con Mensaka, Ciudad Rayada y Sonko95. Autorretrato con negro de fondo, se mudó durante años a Francia, e hizo incursiones en el género negro y el ensayo. Eso sí, con mucho menos impacto.