Rodada en blanco y negro y en cinemascope, Edgar Reitz concibe un extraordinario fresco de casi cuatro horas de duración ambientado en la Alemania rural de mediados del siglo XIX. Un film narrado con una fluidez asombrosa que viene a ser la precuela de su monumental y celebrada serie de televisión "Heimat” (“Heimat–Eine deutsche chronik”, 1984).
El 28 de febrero de 1962 un grupo de jóvenes cineastas redactó el llamado Manifiesto de Oberhausen expresando su rechazo por el cine convencional que se venía produciendo en su país y reivindicando al mismo tiempo nuevas políticas de producción así como la creación de escuelas de cine. Si bien muy pocos de los firmantes del manifiesto alcanzarían un prestigio como cineastas, como fue el caso de Alexander Kluge o del propio Edgar Reitz, aquel texto fue el germen de un movimiento que, englobado bajo el epígrafe de Nuevo Cine Alemán, dio un nuevo impulso a una cinematografía que, desde el inicio del período de la Guerra Fría, se había limitado a producir películas de consumo y sin mucha trascendencia. Aunque más que un movimiento, en realidad fue una corriente, en la que destacaron los nombres de Jean-Marie Straub, Hans-Jurgen Syberberg, Volker Schlöndorff, Wim Wenders, Rainer Werner Fassbinder o Werner Herzog, porque en realidad, cada uno de ellos tenía sus intereses artísticos propios y cada uno desarrolló su obra de manera independiente.
Tras haber rodado más de una decena de cortometrajes, Reitz obtiene un premio en el Festival de Venecia a la mejor obra novel con su primer largometraje, Mahlzeiten (1967). Sin embargo, y a pesar del galardón, sus siguientes títulos no obtienen mucha resonancia. Hasta que a principios de 1979 concibe la idea de realizar una gran crónica sobre su país a través de la historia de una familia que vive en la ficticia villa de Sabbach y en un periodo comprendido entre 1919 y 1982. Será su monumental Heimat (Heimat –Eine deutsche chronik, 1984), una serie de once capítulos que suman 15 horas de duración y que más allá de su éxito mediático, que fue enorme, está considerada por muchos especialistas como una de las mejores obras cinematográficas del pasado siglo. A esta primera temporada le seguirían dos más, Die zweite Heimat–Chronik einer jugend (1993), compuesta por 13 episodios que abarcaban el período comprendido entre 1960 y 1970 y Heimat 3–Chronik einer zeitenwende (2004) cuyos 6 episodios transcurrían entre 1989 y 2000. Y aún hubo un título más, Heimat–Fragmente: Die Fragüen (2006), un largometraje de dos horas y media de duración e inédito en nuestro país con la que Reitz parecía cerrar su gran fresco histórico.
Sin embargo, el cineasta alemán regresa de nuevo a Schabbach con una extraordinaria película de casi cuatro horas de duración, Heimat: La otra tierra (Die andere Heimat - Chronik einer Sehnsucht, 2013), pero esta vez retrocediendo en el tiempo, hasta 1842, con los ancestros de los personajes que protagonizaban su serie. La trama gira en torno al joven Jakob (Jan Dieter Schneider), hijo de un herrero (Rüdiger Kriese) que desaprueba que su vástago se entregue a la lectura en vez de ayudarle en las tareas de la forja. Jakob lee libros sobre el otro mundo, el nuevo mundo, es decir, sobre Brasil, el lugar donde sueña ir un día para huir de la depresión económica que atraviesa su país, un país castigado por la hambruna y la escasez oportunidades que ha provocando el éxodo continuo de muchos de sus habitantes hacia América en busca de una vida mejor. Luego está su hermano Gustav (Maximilian Scheidt), quien parece seguir los pasos del padre en la herrería. Y una hermana mayor, Lena (Melanie Fouche), que ha abandonado el hogar para irse vivir con el padre de su futuro hijo. Y después Jettchen (Antonia Bill), la joven de la que Jakob está enamorado.
Heimat es un concepto que alude a la patria, a la tierra natal, pero en un plano emocional. Un concepto que dio lugar a un género cinematográfico, el Heimatfilm, que se hizo muy popular en la Alemania de la década de los años cincuenta y cuyas películas narraban livianas historias románticas que transcurrían en idílicos entornos rurales. Sin embargo, para Reitz adquiere otro significado y que aquí personifica en el joven Jakob, ya que éste en realidad busca su heimat particular, ese lugar sobre el que ha ido construyendo sus sueños y que ha situado en las lejanas tierras del Brasil.
A partir de estas premisas Reitz concibe un magnífico fresco en el que la figura de Jakob viene a ser la encarnación del espíritu romántico del siglo XIX, un espíritu en cuyo interior conviven dos fuerzas enfrentadas, la de los sueños y la de la realidad. Los sueños, que le llevan a tal conocimiento del otro mundo, que domina a la perfección diversos dialectos indígenas, además de leer en otros idiomas como el español y el inglés. Pero los sueños acaban colisionando contra la cruda realidad, conteniéndolos en ocasiones, aunque estos seguirán vivos y no acaben por cumplirse del todo. Y al mismo tiempo, los no soñadores como Gustav, que a pesar de seguir los pasos de su progenitor en la herrería, deciden abandonar el hogar para buscar una mejor vida. Es decir, dos hermanos que representan dos actitudes diferentes frente a una misma idea, dos visiones distintas de la realidad, la mente soñadora y la mente funcional. Sólo que el anhelo de uno, forzado por las circunstancias, acaba apresado en el lugar natal, como el hastío impulsa al otro a emprender el viaje. Es decir, los caprichos del azar hacen que Gustav materialice los sueños de Jakob y que Jakob haga funcionar la fallida máquina de vapor que construyó Gustav, aunque guiando a su padre, que es quien la fabrica, a través del conocimiento que le proporcionan los libros.
Pero Heimat: La otra tierra, es además un film aderezado con múltiples matices como esos pequeños detalles de color que salpican sus imágenes en blanco y negro y que enfatizan determinados estados emocionales. La flores moteadas de azul que contempla la madre enferma, el dorado de esa moneda que recibe Jakob de su madre o los diferentes verdes que, según Jakob le cuenta a Jettchen, poseen una determinada simbología para los indígenas durante esa magistral secuencia de la fiesta en la taberna. Fiesta que supondrá para Jakob su primer encontronazo con la realidad, porque no sólo se diluirán de un plumazo sus sueños amorosos, sino que será testigo de una sublevación, los que participan del festejo, el pueblo, contra los poderosos, la aristocracia, viendo como la revuelta, tras los gritos y alguna que otra escaramuza, acaba con el arresto de Franz Olm (Christoph Luser), quien alzó la voz y con quien Jakob se identifica. Como aquel, también sueña. Y como aquel, también está solo, porque mientras las autoridades se llevan a Olm, el pueblo, con los ánimos más calmados, regresa a la taberna. Y Jakob será entonces el único que manifiesta su disconformidad por la detención, lo que le llevará a compartir la misma celda que Olm. Porque al final, la mayoría, quizá por la fuerza de la costumbre, seguirá con su rutina.
Dividida en dos partes, "Crónica de un sueño" y "El éxodo", Heimat: La otra tierra acaba erigiéndose como un gran fresco sobre la historia en "minúsculas", donde la vida fluye, donde la cotidianidad es a veces rota por un cometa que surca el cielo y los sueños se truncan. Un fresco que posee una cuidada puesta en escena magnificada por la excelente fotografía de Gernot Roll cuya cámara va deslizándose, casi de puntillas, entre los personajes, captando gestos, detalles, pero también la inmensidad del paisaje. Un paisaje que de alguna manera retiene los sueños de Jakob con la otra tierra.