Wilhelm (Bruno Ganz) decide hacer uso de martillo para insertar unos clavos en la mesa extensible que ha abierto, doblemente, para que se depositen las viandas encargadas para la celebración de su noventa cumpleaños. Su esposa Charlotte (Hildegard Schmal) le reprocha que lo haga, como siempre le insta a que no intente reparar nada porque acabará rompiéndose. Si precisamos que Wilhelm es un integrante histórico en el partido comunista en la República democrática alemana probablemente sea más precisa la carga de profundidad que comporta la acción de uno y el reproche de la otra, y que define el planteamiento de la producción alemana En tiempos de luz menguante (In Zeiten des abnehmenden Lichts 2017), de Matti Geschonnek. Puede parecer la adaptación de una obra teatral, por su restricción de escenarios, y primordialmente, transcurrir en la casa de Wilhelm y Charlotte, pero no es sino la adaptación de la novela homónima de Eugen Ruge (parcial, ya que la película dura hora y cuarenta y la novela alcanza las 500 páginas). Y, aparte, no es una obra que se defina por un tratamiento escénico, sino por un afinado uso del montaje vertebrado sobre la alternancia de múltiples perspectivas.

En otro momento, Wilhelm relata cómo en los tiempos del nazismo disponía de una pistola para suicidarse si era capturado. Y apostilla que podría decir lo mismo de su tiempo presente. Esos tiempos de luz menguante del título se refieren al declive, y deterioro, de un sistema político, el comunismo. La acción transcurre en el año 1989, año en el que se derribará el muro de Berlín. Aquellos que como Wilhelm, pese a las evidencias de un fracaso y de un descontento extendido entre los ciudadanos, aún se aferraban a una realidad que querían atornillar con su modelo de sistema, todavía despreciaban a quienes optaban por saltar el muro y huir a otro sistema o modo de vida. Por eso, expulsa de su fiesta a una pareja cuyo hijo se fugó al otro lado. Aunque ignora que su nieto, Sascha (Alexander Fehling), aquel que siempre espera en su celebración para abrir adecuadamente la mesa, ha saltado el muro. No hay ya nada que abrir, no hay nada que consiga la pervivencia de su sistema por mucho que lo atornille.

A su celebración asisten diversos representantes políticos que agasajan a Wilhelm con un ramo de flores, aunque él las denomina verduras para el cementerio. Es un hombre hosco, expeditivo, acostumbrado a ser el que se imponga, no el que tema las consecuencias de sus actos. No deja de ser elocuente, en el sintético montaje secuencial que describe su despertar, que utilice en la bañera unas gafas que asemejan a las que se utilizan para protegerse de las radiaciones. Es un hombre de férreas convenciones que no deja de traslucir un poso de amargura. Su exilio en México quizá fuera la causa de que no ocupara el puesto que quisiera haber detentado. El pasado como semillero de heridas, remordimientos o frustraciones se palpa también en otros, particularmente en ese hombre en medio que es el hijastro, Kurt (Sylvester Groth), que fue prisionero junto a su hermano en Siberia. Un hombre que no comparte la radical actitud de su hijo pero tampoco la rígida de su padrastro, como quien piensa que aún es posible una transformación que sí sea mejora consecuente con la justicia social y no la mera imposición de las cuadrículas de un sistema ya encasquillado. Esa realidad desolada en la que habitan todos, y que les impregna y habita, como una piel de sórdida tonalidad entre marrón y gris, ya resulta manifiesta en la secuencia introductoria, cuando Kurt conversa con su hijo Sasha: Las penumbras, que rezuman vida de privaciones, amordazada y furtiva, el abandono que transpiran las calles en la que no se aprecian casi transeúntes, el piso sin amueblar, en el que vive Sacha. A su padre justifica el estado de piso en que está en proceso de amueblar, pero no es sino lo contrario ya que lo próximo que sabrá de él es que decidió abandonar ese mustio escenario de vida.

Sacha rompe con una realidad, como se quebró su relación de pareja. Kurt refleja su indefinición, o sus contradicciones, en su relación extramarital, mientras su esposa Irina se refugia, aturde, en el alcohol. Charlotte ya simplemente resiste los caprichos y las intemperancias de aquel a quien un día sí admiró, y por el que rompió su relación y modificó su modo de vida. Una vida que le ha ido envenenando con las decepciones, con el deterioro, como el de la misma sociedad, el mismo sistema, ya una mera osamenta lúgubre de espacios deshabitados, como las arrugas de un hombre amargado que intenta atornillar lo que simplemente ya se le escapa.